La prehistoria de la Ciencia Politica:
Antigüedad clasica en Grecia y Roma
Los orígenes de la tradición intelectual del realismo en Occidente, podrían situarse en la filosofía clásica greco-latina con Tucídides, Aristóteles, Protágoras y Cicerón, quienes, entre otros, ponen las bases de esta escuela.
Heródoto (siglo V AnE.), por ejemplo, pone en evidencia que la ley es la única norma que gobierna a los hombres, que los seres humanos se gobiernan a sí mismos, y en particular subraya que los seres humanos no tienen otra motivación en la vida política, que el interés y el temor.
Protágoras, por su parte, declara que el hombre es la medida de todas las cosas, de lo que resulta que la Ciudad, la polis (es decir, la organización política de la sociedad) es el producto de los actos de los hombres y que las leyes resultan de una convención acordada entre ellos. Mientras tanto, Jenofonte e Isócrates (en el siglo IV AnE.), consideran que la desgracia de las ciudades griegas proviene de su división y proponen buscar una autoridad política superior que sea capaz de confederar las ciudades-Estados, con lo que pre-anuncian el dominio imperial de Filipo de Macedonia y de Alejandro el Grande.
Por su parte, Aristóteles (384-322 AnE.), alejándose de los utopistas y sofistas que parecían dominar su época, propone el ideal realista de la Ciudad, la que hace de la libertad de los ciudadanos la premisa fundamental de toda organización justa, entendiendo que la Ciudad es la unidad de una multiplicidad y que la Ley es la expresión política de un orden, teniendo en cuenta la situación de la Ciudad, de su historia y de la composición del cuerpo social.
La creación política de la República y del Imperio romano, a su vez, sustentada en una prolongada elaboración jurídica, proviene justamente del hecho que la cultura romana presenta la virtualidad de haber sabido actuar mediante un sentido constante de los hechos consumados, procurando radicar la idea y la Ley en las estructuras colectivas cada vez más impersonales e institucionalizadas. En esta concepción, los enunciados jurídicos y la legitimación filosófica que les acompaña, funcionan como marco fundacional y de perpetuación de un orden, de manera que el Derecho, la República y el Imperio actúan en tanto factores constitutivos de un orden militar y administrativo establecidos por dos órganos de poder: el Pueblo y el Senado.
Una de las diferencias mayores que separan a la construcción imperial romana, respecto de los imperios asiáticos anteriores, es precisamente el rasgo de satrapía que caracteriza a éstos. El gobernante es aquí un autócrata absoluto e incontrolable, mientras que Roma y su Imperio se ven a sí mismos, como orden político universal regido por la Ley, y por un poder que ha cristalizado históricamente en órganos establecidos, regulados y distintos.
A partir de la Ley de las Doce Tablas, el Derecho Romano reconoce la existencia de un orden del mundo ineluctable y racional, que considera la sumisión tranquila al destino como una virtud capital. De este modo, los méritos de las instituciones romanas –como se pone en evidencia con Cicerón (106-43 AnE) y la escuela estoica- consiste en haber sabido definir una comunidad regida por Roma bajo el imperio de la Ley y de un orden político estrictamente determinado, y de haber comprendido a Roma y a su imperio como una Ciudad Universal, en la que la condición ciudadana se extendía cada vez más, creando así un primer esbozo de ordenamiento internacional y de cosmopolitismo.
Desde la perspectiva de Roma, como capital y centro de un poder único y sacralizado, el imperium es el medio por el cual la Ciudad realiza sus virtudes republicanas y propaga por el mundo las ventajas de una dominación revestida de civilización. El gobernante o Emperador, deviene a la vez, detentor de la “potestas” y la “auctoritas”, mientras se erige en “imperator” y en “princeps”.
En este ordenamiento político, con vocación internacional aún poco definida, el pragmatismo del ejercicio del poder y la dominación, mediante una combinación dosificada de fuerza militar, diversidad religiosa, ocupación territorial, reconocimiento jurídico e influencia cultural, producen como resultado histórico que, tanto en las provincias como en la capital imperial, las fuerzas materiales y simbólicas de unificación –o fuerzas centrípetas- siempre logran predominar sobre los poderosos factores de dispersión y división –o fuerzas centrífugas.
En el imperio romano, como forma refinada de dominación política de un Estado sobre una diversidad creciente de territorios, el poder imperial se caracteriza por la omnipotencia del dominio, por la sacralidad de que se rodean los símbolos y signos visibles del poder, y por la legitimidad subjetiva que sustenta a los gobernantes transformados en divinidades. La pax romana que se instala en torno al Mediterráneo y en Europa central y sur por varios siglos, es más una época de fuerte dominación tranquila que una larga sucesión de guerras de conquista.
Roma funda el jus gentium mediante la práctica de su dominación imperial.
El realismo romano (tan notorio en Polibio, como en Cicerón y en Séneca) consiste en un pragmatismo revestido de juridicidad y de un vigoroso sentido material del poder, lo que convierte al Imperio (floreciente o decadente) en la base política sobre la que se levantaron los Estados de la Edad Media, de manera que la crisis de ésta estructura de dominación territorial, tuvo más bien el aspecto de una desconstrucción prolongada, lenta y casi imperceptible (aún a pesar de las invasiones orientales).
La prehistoria de la Ciencia Politica:
(Edad Media)
La tradición realista proveniente del imperio romano, dio paso en los inicios de la Edad Media, al predominio de las concepciones cristianas, que afirmaban –con Agustín de Hipona (354-430 NE), Gelasio y Gregorio el Grande (540-604 NE) el principio de las dos espadas o los dos poderes: temporal y espiritual, y de que entre ambos, es el poder divino el que detentaba la plenitudo potestatis o potestad suprema.
Esta concepción produce como resultado en la esfera internacional, que el Papado ejerce una suprema autoridad espiritual, a la que se subordinan los poderes temporales: reyes, príncipes y emperadores. Pero mientras gran parte de la Edad Media estuvo atravesada por ésta contienda de competencias, al interior de los reinos y territorios resultantes de la desmembración del Imperio, una contínua práctica jurídica y administrativa fue consolidando la autonomía de un poder político, ejercido en nombre de otros principios: así surge el poder monárquico.
Hay que observar que al interior de la dispersión medieval de reinados, aparece la visión universalista de Marsilio de Padua (1275-1343 NE.) quién al pretender sostener las pretensiones del poder universal de un emperador europeo, reinicia la polémica contra la teocracia romana, desde una óptica tomista. Pero, al mismo tiempo sustenta el principio de que la sociedad es un todo, que es anterior y trascendente a sus partes, lo que origina el universitas civium, una universalidad de ciudadanos regida por un pars principans es decir, por un Príncipe responsable de la gestión pública y la coerción.
Marsilio, al concebir y proponer la autonomía del cuerpo político respecto del poder religioso, prefigura el concepto político de la soberanía, es decir, el concepto moderno de Estado, con lo que –de paso- recusa teórica y jurídicamente la autoridad de los Papas. Al mismo tiempo, la idea de universitas no se refiere solamente a la comunidad de los ciudadanos, sino a los grupos y Estados reunidos en torno a una función y a una misma regla, dando forma a cuerpos sociales que aspiran a ser reconocidos como sujetos de Derecho y como personas morales.
Sin embargo, al separar al hombre cada vez más solo, del poder cada vez más fuerte e impersonal del Estado, los pensadores medievales estaban abriendo las puertas del Humanismo y del Renacimiento.
El realismo político se alimentó inicialmente de la tradición humanista. El Humanismo, como paradigma cultural, estético y filosófico se originó en el siglo XIV en Italia, pero a lo largo de dos siglos se extendió a toda Europa occidental, en gracias a la difusión provocada por la imprenta inventada por Gutenberg, como un ideal y un conjunto de maneras de ser, métodos y corrientes filosóficas cuyo énfasis central se dirige a valorar, enaltecer y comprender la realidad humana.
La visión humanista clásica de fines de la Edad Media, se estructura en torno a un clacicismo literario y estético, a un fuerte realismo y una visión esencialmente crítica de la realidad, a la emergencia del individuo y de la idea de la dignidad del ser humano y al desarrollo de ciertas virtudes activas.
El realismo que contiene el Humanismo clásico apunta a rechazar las creencias tradicionales, y buscar establecer al análisis objetivo de la experiencia observable como el modelo epistemológico del hombre curioso y ávido de saber. A partir de esta búsqueda nacieron las ciencias modernas, no solo como disciplinas académicas, lo que implicaba una evolución cultural e institucional que desembocó en la formación de la institución universidad, sino sobre todo como instrumentos eficaces y prácticos para conocer la verdad y la realidad, lo que tendría efectos sobre el mundo político con la formación de los primeros Estados modernos.
Desde Francisco Petrarca (1304-1374) hasta Marsilio Ficino (1433-1499), autores tan influyentes como F. Guicciardini, C. Salutati, L.B. Alberti, G. Boccaccio, T. Tasso, B. Bruno, G. Budé, D. Erasmus, F. Rabelais y M. de Montaigne, desarrollaron una corriente de pensamiento cuyo realismo político y moral desembocaría más adelante en Maquiavelo y Bodin, postulando que el conocimiento de los hechos humanos debía ser similar al examen que Galileo hacía de los hechos físicos, es decir, que los hechos son fenómenos que deben ser descritos minuciosamente, antes de ser explicados, evaluados y comprendidos.
El humanismo clásico produce la primera ruptura con los paradigmas religiosos y morales predominantes en la edad feudal, incita al ser humano a pensar por sí mismo y sobre sí mismo, a creer en sus poderes y capacidades humanas reales como individuo y como parte de la sociedad y de la historia. Se trata también de un realismo historicista que busca relativizar en la mente humana, las creencias sobrenaturales imperantes.
Los primeros fundamentos
de la Ciencia Politica:
el aporte del Renacimiento
Hay que avanzar hasta el Renacimiento italiano en el siglo XV, para encontrar algunos de los desarrollos intelectuales más significativos de la escuela de pensamiento realista, momento en el que N. Maquiavelo (1469-1527) estableció las primeras bases conceptuales de la Ciencia Política moderna.
El aporte de Maquiavelo al realismo en Política y en Estrategia y a la Ciencia Politica como disciplina, proviene de dos conceptos fundamentales: el primero, que la Política debe ser considerada como la actividad objetiva y constitutiva de la existencia colectiva; y el segundo, el concepto de la autonomía de la Política, respecto de las creencias, ideas y religiones, de manera que deben ser descartadas del cálculo gracias al cual se establece el poder y se mantiene el Estado.
Propone Maquiavelo, que en la Política reina la voluntad de poder, y por eso sintetiza la noción primera de la Razón de Estado, la « raggion di Stato », posteriormente perfeccionada por Giovanni Bottero (1544-1617).
El realismo de Maquiavelo proviene precisamente de la tajante y definitiva separación y autonomía de lo político frente a otras realidades sociales y culturales. (3) Maquiavelo proclama la autonomia de la Politica con respecto a las demas formas de conocimiento y de practica humana, con lo que estaba sentando los primeros fundamentos de una disciplina social distinta de la Historia, de la Filosofia y del Derecho.
Según el Florentino, la autonomía de la Política, como ciencia y como práctica social, pone de relieve que son los hombres quienes hacen su Historia. Hay que destacar que N. Maquiavelo formó parte de toda una tradición intelectual y de un ambiente cultural donde otros escritores como Leonardo Bruni, C. Salutati, F. Guicciardini (1483-1540), Alain Chartier o J. Fortescue, contribuyeron también a desarrollar una visión realista del quehacer político.
Hay que observar que el siglo XV es el escenario de cambios científicos y mentales de profunda amplitud en Occidente: se juntan Copérnico, Erasmo de Rotterdam, Leonardo da Vinci, Maquiavelo, mientras los grandes navegantes y conquistadores, como F. Pizarro, J. Cabot, C. Colón y A. Vespucio, contribuyen a extender los horizontes físicos e intelectuales de su época con los grandes descubrimientos geográficos.
Esta fue la época histórica en que el astrolabio, la brújula y el cañón, hicieron posible realizar la navegación oceánica y los grandes descubrimientos geográficos marítimos.
Al entrar en crisis la visión feudal y teológica dominante, el realismo en la Política y en el poder, en la ciencia y en el conocimiento, se alimentó de una concepción moderna y humanista del mundo, centrada ahora en el ser humano y en el ejercicio pleno de la razón. En este período, se instala plenamente en la conciencia europea el racionalismo: se trata de la búsqueda voluntarista de la Razón como ideal, como actitud y como método. El humanismo ha devenido realista y el realismo ha devenido racional y racionalista. Desde este punto de vista, la razón es –para el hombre renacentista- a la vez un ideal y un método, es decir, obedece y se manifiesta como el pensamiento crítico, mesurado y metódico, que siempre tiende a reducir a las dimensiones humanas y a los hechos objetivos, las ilusiones que forman su fantasía y su imaginación.
Por lo tanto, el desarrollo más amplio de la tradición intelectual del realismo, se corresponde con la primera etapa de la historia de la Modernidad, desde principios del siglo XVI a fines del siglo XVIII.
A continuación, se incorporarán los aportes de Jean Bodin, con su teoría de la potencia soberana del Estado, como principio necesario y trascendente de la sociedad como organización política; de J. Althusius que insiste sobre la unidad nacional que funda al Estado, de H. Grottius con su tentativa de fundar la razón política sobre las bases de la ley natural y el Derecho, y finalmente, de S. Pufendorf quién afirma la preeminencia del derecho, y el rol de la autoridad como entidad legisladora.
El jurista Jean Bodin (1529-1596) en particular, se esfuerza en afirmar la soberanía absoluta del Estado, a partir del concepto de que el poder del Estado se ejerce sobre ciudadanos o sujetos libres, y de que ésta potencia soberana es absoluta, una e indivisible y perpetua. Para Bodin, el Estado es la sede de la soberanía y de la potencia soberana, punto focal del orden público, y sólo en él residen las facultades de hacer la paz y la guerra, de dirigir la administración, de juzgar y de solicitar impuestos.
Desde la perspectiva internacional, el realismo político de Bodin reside en su visión del Estado como un actor soberano en el mundo, como el único órgano de poder que, junto con reunir el mando y la autoridad dentro de una sociedad, y encarnando dicha potencia soberana en instituciones empíricas, la representa en la escena internacional con una plenitud de potestad.
Ha quedado así abierta la perspectiva para el Estado contractual que propone H. Grotius.
Hugo Grotius (1583-1645) en su De jure Belli ac Pacis (1625), propone los principios y los elementos de un derecho universal que apunta a definir las reglas en función de las cuales se deberían regir las relaciones entre Estados soberanos, tanto en la paz como en la guerra, de manera de proteger a los individuos implicados en tales conflictos.
Esta preocupación, lleva a Grotius a afirmar la universalidad del Derecho sobre la naturaleza del hombre, en su acepción más racional. La sociedad política, para este jurista holandés, es un resultado objetivo de la sociabilidad humana, o sea, es una realización de las leyes de la naturaleza. Esta sociedad política –interna e internacional- emana de una decisión voluntaria de sus integrantes (individuos o Estados soberanos), de manera de colocar la autoridad pública en una instancia soberana y perpetua cuya misión es asegurar la paz y la concordia.
En la visión de Grotius, el individuo es el centro de la organización estatal, y el Estado se sustenta en el consentimiento y la voluntad de la colectividad. Grotius no es el creador del Derecho Internacional, pero su obra tiene la virtud de introducir la Razón en el derecho natural. Asi, el jurista holandés no fue un pacifista, sino un realista del pensamiento político, en tanto pretendía humanizar y legalizar la guerra, pero no suprimirla, y en cuanto sustenta el programa de un Estado universal, de una sociedad internacional conformada por todos los Estados, que mantengan las mejores y más armoniosas relaciones posibles entre sí.
El siglo XVII es una época de revolución intelectual y científica y Grotius forma parte de ésta poderosa corriente, cuando afirma que “el derecho deriva de la naturaleza, que es igualmente la madre de todos, y cuyo imperio se extiende sobre aquellos que dirigen las naciones…”, como aparece en su obra De mare liberum (1609).
Por su parte T. Hobbes (1588- 1679) subrayó que el orden político se funda en un principio de autoridad y poder que se impone a la colectividad, el que reside en el Estado, y cuya soberanía es única e indivisible. Para Hobbes, el ser humano es una individualidad corporal caracterizada fundamentalmente por su potencia: de aquí se deriva su visión del Estado y del poder.
Aquí nos encontramos en la transición entre el siglo XVI y el siglo XVII, un período en que numerosos autores cuestionan, desde el punto de vista de la Política, del Derecho y de la Filosofía, las concepciones idealistas y teológicas predominantes. Hobbes escribe en su Leviatán: “…en una condición en la que los hombres no tienen más ley que sus apetitos personales, no puede haber norma general que establezca qué acciones son buenas y qué acciones son malas. Pero dentro de un Estado, esa norma basada en el apetito individual de cada uno es ya falsa: no es el apetito de cada individuo sino la Ley, es decir, la voluntad y el apetito del Estado, lo que constituye la norma”. ([1]).
La soberanía del Estado es única, indivisible e ilimitada, según Hobbes.
En el fondo de su visión, lo que pretende Hobbes es eliminar el estado natural de las relaciones políticas, en la que cada uno puede perjudicar o destruir a los demás, produciendo un choque caótico de voluntades e intereses, y reemplazarlo por una instancia superior cuya finalidad sea imponer un orden que junto con eliminar la violencia natural de los actores políticos, sea capaz de sustituir la guerra de todos contra todos, por la paz entre todos.
Tomando como punto de partida una concepción realista e individualista del ser humano, Hobbes afirma que la condición fundamental para que exista un orden político estable, es que la colectividad construya e institucionalice un principio de soberanía todopoderosa, y que consienta a obedecer a las leyes y a las decisiones que impondrá dicho poder, en cuanto encarnación de la soberanía.
El realismo dominante de T. Hobbes se prolonga en la experiencia de poder del cardenal de Richelieu (1585-1642) en el Estado absoluto francés, en el siglo XVII.
Richelieu inscribe la práctica del poder en la lógica de la Razón de Estado. En la práctica de la Política de Richelieu más que en su retórica, los principios básicos son la permanencia y preservación del Estado, la continuidad y estabilidad de las instituciones, y la primacía del interés general representado y realizado en la práctica política por dicho poder estatal.
Como se analiza más adelante, la doctrina de la Razón de Estado encuentra sus raíces en los pensadores y hombres de Estado del Renacimiento, en un proceso que se asocia estrechamente con la formación y consolidación del Estado absolutista, la primera forma de Estado moderno históricamente conocida.
Los amplios cambios intelectuales incubados desde el Renacimiento, cristalizaron en la Epoca y la Filosofía de las Luces, verdadera revolución intelectual de la que se desprendieron novedosas proposiciones realistas.
El realismo de los iluministas viene sugerido desde Descartes (1596-1650), quién deduce y construye un modelo, un método y un instrumento dirigido al conocimiento demostrativo. La razón cartesiana se dirige a establecer una ciencia eficaz, susceptible de ser aplicada en el mundo real, y el conocimiento teórico se dirige a conocer no sólo los cuerpos y las almas –tarea ya cumplida anteriormente por la filosofía escolástica y la teología- sino además a construir ciencias e ingenierías capaces de permitir el gobierno de los seres humanos y la sociedades, de limitar las pasiones y ordenar el curso de la Historia.
En la poderosa vertiente cultural generada por el Iluminismo, el realismo político se manifiesta –entre otros elementos- en su especial valoración por el Derecho de Gentes, a través del cual se pretende regular las relaciones entre los Estados. Estamos en pleno siglo XVIII.
Asi, por ejemplo, Puffendorf influye en Diderot y D’Alambert para que éstos plasmen en la Enciclopedia (1751-1780) la lógica de la razón aplicada al quehacer político e internacional, y a toda la reflexión científica y filosófica.
La continuidad intelectual del realismo político con el período del Renacimiento y el Iluminismo, puede encontrarse a través de los teóricos de la Nación- Estado en el siglo XVIII, asociados a la Revolución Americana y a la Revolución Francesa. Esta orientación contribuirá a una visión política realista, subrayando el lugar central del ciudadano (citoyen o citizen) y de la Nación, en la construcción política y simbólica de un Estado soberano, unitario y territorialmente establecido y organizado, pero al mismo tiempo, desencadenará fuerzas sociales, políticas e ideológicas, cuyos efectos aún encontramos en el umbral del siglo XXI.
Por su parte, las contribuciones de B. Spinoza (1632- 1677), de Ch. de Montesquieu (1689-1755), de G.W. Hegel (1770-1831), terminaron por despojar al pensamiento político de sus “lastres del pasado”. B. Spinoza, por ejemplo, afirma que el mejor de los Estados es aquel que garantiza la seguridad y la paz, en un mundo en el que la fuerza coincide con el Derecho, es decir, donde la fuerza no es más que una manifestación de la Ley.
A través de B. Spinoza y R. Descartes, como se ha visto, el esfuerzo intelectual y teórico del realismo –aún en medio de un prolongado contrapunto con el idealismo- se entronca con el racionalismo emergente, y conducirá a los pensadores políticos a buscar construir una “política de la razón”, es decir, una política fundada en la racionalidad del ser humano como ser político.
Ch. de Montesquieu a su vez, propone que la investigación de las causas es la primera etapa que lleva al descubrimiento de las leyes que rigen la sociedad y la Política, de manera que el punto de partida de su método y de la novedad de éste, es suponer que la infinita diversidad de los seres humanos, puede ser comprendida mediante un orden inteligible.
Su actitud científica realista se resume en su proposición de “describir lo que es, no lo que debe ser”. Por esta vía, afirma que la Ciencia de la Política debe fundarse sobre la autonomía intelectual y moral de la Política, respecto de las demás actividades materiales e intelectuales.
Durante el siglo XVIII, C.A. Helvetius (1715-1771) señala un momento relevante en el desarrollo de una visión realista de los hechos y de la Política.
Dentro de los filósofos iluministas, C.A. Helvetius (1715-1771) es quién mejor afirma la primacía del interés y del interés general como criterio central de lectura de la realidad y de la moral. No solamente el interés preside todos nuestros juicios, sino que el realismo se extiende a la esfera moral, al afirmar que dicho interés (personal o general) es el único juicio de la probidad, del intelecto y del mérito, de manera que no son más que las acciones de los hombres, de donde el público puede juzgar su probidad. La libertad, a su vez, desde la óptica de Helvetius, es el ejercicio libre de las potencialidades del ser humano. Para este filósofo, un hombre es justo, en la medida en que todas sus acciones tienden hacia el bien público, de modo tal que en cuanto a la probidad, es únicamente el interés público el que hay que considerar, como criterio para comprender la justicia, la verdad y la libertad, en cuanto valores cívicos.
Durante el siglo XIX, probablemente Metternich y O. von Bismarck, fueron la expresión más acabada del realismo en Política, mientras K. von Clausewitz, siendo tributario de C. de Guibert y de una larga tradición occidental del pensamiento estratégico, propuso los fundamentos de una profunda y amplia visión estratégico- política, analizando los principios y las características objetivas del fenómeno bélico.
El paradigma de la modernidad –que preside el desarrollo del mundo desde el siglo XVIII hasta hoy- supone que ésta representa un modo de civilización característico, que se opone a la tradición, es decir a todas las otras culturas anteriores, y que se centra en el individuo libre o autónomo, en la búsqueda del interés privado y la realización de la conciencia personal, así como en la incorporación creciente de la ciencia y de las técnicas con su racionalidad eficiente, a los procesos sociales, políticos y productivos. Individuo y razón son así, los dos valores ideológicos, culturales y morales centrales de la modernidad. En el mundo de la modernidad, lo realista reside en la búsqueda consciente y voluntarista de la racionalidad, en todos los fenómenos y procesos.
En ese período, el realismo se alimentó además con el fortalecimiento metodológico y conceptual alcanzado por las principales Ciencias Sociales: Sociología, Ciencia Política, Economía, Historia. A. Comte y E. Durkheim, fueron los autores más relevantes.
Entre el siglo XIX y el siglo XX, período durante el cual las grandes convulsiones sociales anunciaban las grandes guerras que asolaron el mundo entre 1914 y 1939, dos fuerzas ideológicas adquirieron una connotación relevante en la escena política: el marxismo sustentado en el ideario socialista clásico, y el nacionalismo respaldado en la afirmación histórica del hecho nacional en Occidente. Ambas doctrinas nacen en Occidente y se nutren, en términos más o menos significativos, de un realismo político que se afirma en la creciente adhesión social que encuentran en las sociedades donde se instalan como fuerzas emergentes.
El realismo implícito en el marxismo (especialmente en su vertiente clásica, a partir de las elaboraciones de C. Marx y F. Engels), proviene tanto de su crítica filosófica contra la alienación humana provocada por el sistema económico capitalista dominante, como de su tentativa intelectual de develar los mecanismos económicos y políticos de dominación creados por dicho sistema, y por una cierta categoría social instalada en el poder: la burguesía.
El marxismo -desde una perspectiva teórica e intelectual- se nutrió de los principales avances de las Ciencias Sociales en el siglo XIX, especialmente de la Sociología, la Economía Política y la Historia.
Lo que el marxismo clásico contiene de realismo (y que proviene básicamente de la tradición intelectual del Iluminismo europeo), es su capacidad objetiva para identificar la existencia de diferencias profundas y estructurales entre las diferentes clases y segmentos de la sociedad, y su formidable potencialidad crítica, para develar las fuentes del poder en la sociedad moderna y sus múltiples formas de dominación y explotación, pero ese realismo queda relativizado, cuando el marxismo anuncia la crisis terminal del capitalismo y la llegada de una sociedad socialista y comunista, y cuando carece de conceptos que le permitan explicar el retorno del socialismo al capitalismo.
A su vez, el nacionalismo desde el siglo XIX hasta hoy, ha sido una fuerza impulsora de movimientos sociales e ideológicos, de la formación de partidos y fuerzas políticas, de guerras civiles e internacionales.
El nacionalismo convertido en fuerza política e intelectual, se apoya en el poderoso sustrato cultural formado por la identidad territorial y grupal constituída a lo largo de un período histórico, por una comunidad de individuos, grupos y familias, los que al alcanzar la condición nacional, la convierten en una creencia cohesionadora. Naturalmente, que siempre es necesario distinguir el nacionalismo espontáneo de los pueblos, de los nacionalismos políticos reaccionarios producidos por los ideólogos conservadores y racistas.
Cualquiera sea la tendencia ideológica que se apropie del hecho nacional, el fenómeno objetivo que debe considerarse políticamente, es que el hecho nacional y la creencia nacionalista constituyen todavía poderosos resortes políticos y sociales, aún en las condiciones de la sociedad de hoy, crecientemente globalizada e interdependiente.
La constitucion de la Ciencia Politica
en el siglo XX
La Política del siglo XX, puede ser comprendida y considerada como la política alienada, individualista e ideologizada que entra en crisis consigo misma y con la racionalidad moderna. La Política ha chocado con la Modernidad y con la Razón, en un siglo en el que el realismo ha llevado tanto por el camino de la prudencia y del equilibrio, como por la senda de la agresión y la violencia.
A su vez, la tradición realista se desarrolla durante el presente siglo en dos direcciones intelectuales complementarias: por un lado, la racionalidad política del pragmatismo en los sistemas nacionales, y por el otro, las aplicaciones del realismo a la esfera de las Relaciones Internacionales, de la Estrategia y de la Polemología.
Tres fenómenos mayores marcan la evolución del realismo en el siglo XX: la lucha interminable de la democracia y el Estado de Derecho, como sistema de gobierno, frente a sus enemigos dictatoriales y autoritarios; la experiencia de las guerras mundiales y de las guerras ideológicas, con su corolario estratégico del hecho nuclear; y la problemática económica, política y cultural del desarrollo y el subdesarrollo.
Las dos Guerras Mundiales y el ciclo de la bipolaridad Este- Oeste (1945-1990), potenciaron la escuela realista con una visión objetiva, descarnada y fría de los múltiples juegos de fuerzas, intereses y manifestaciones de poder, que caracterizan a las relaciones entre los Estados.
La experiencia de las dos Guerras Mundiales puso de relieve dos fenómenos que influyeron sobre la evolución intelectual de la escuela realista de las Relaciones Internacionales.
Uno de ellos, fue el logro una mayor conciencia en cuanto a la relatividad de los tratados y acuerdos internacionales, si ellos no están suficientemente respaldados por una adecuada estatura política y estratégica de los respectivos Estados contratantes, lo que ha contribuído, en cierto modo, a otorgar un mayor realismo y pragmatismo a las decisiones y a las conductas de Estados y gobiernos.
La I Guerra Mundial y el conjunto de conflictos anteriores que desembocaron en ella (guerra ruso-japonesa de 1905, guerras balcánicas de 1912 y 1913), así como los numerosos esfuerzos de paz y de conciliación internacional (Conferencias de La Haya, Conferencias Navales, etc.), demostraron la necesidad de la existencia de una organización internacional amplia, que otorgue respaldo a la creciente normativa jurídica que surgía de la voluntad e intereses de los Estados.
El fracaso de la Sociedad de las Naciones, para impedir los cada vez más frecuentes conflictos en Europa y otras regiones del mundo, en la década de los años 30, y para frenar las ambiciones imperialistas de algunas naciones europeas, demostró precisamente que el Derecho Internacional -en las condiciones de la sociedad moderna y tecnificada actual, dotada de armamentos de creciente sofisticación, letalidad y precisión- no puede tener mayor fuerza ni eficacia, que la que emana de la voluntad política explícita de los gobiernos y Estados que lo pactan y de la suficiente estatura política, diplomática y estratégica de esos mismos Estados, a fin de garantizar su cumplimiento.
El otro fenómeno, fue el logro de una mayor comprensión y conciencia universal, acerca de las posibilidades aterradoras de destrucción total, que la propia especie humana es capaz de inflingir a otros seres humanos, como consecuencia de determinadas ideologías políticas.
De las dos mayores conflagraciones mundiales, y especialmente después de la II Guerra y de los Tribunales de Nuremberg y Tokio y otros procesos históricos, ha emanado gradualmente una conciencia humanitaria, que no solo apunta al fortalecimiento de los derechos de las personas, los grupos y las minorías ante el poder del Estado, sino también ha continuado en la tendencia a cristalizar tales derechos en normas del Derecho Internacional, susceptibles de ser aplicadas en cualquier lugar del mundo, dando forma –desde 1945 en adelante- a una suerte de extra-territorialidad moral y jurídica aún en vías de configurarse.
Este Derecho sin embargo, continúa requiriendo de una afirmación pragmática de la personalidad internacional de cada Estado soberano.
Entre los más destacados exponentes de la escuela realista, durante la segunda mitad del siglo XX, hay que mencionar a G. Bouthoul en el desarrollo de la Polemología, K. Friedrich y C.W. Deutsch en el campo teórico de la Ciencia Política, R. Aron y H. Morgenthau en la esfera de las Relaciones Internacionales, los que encontraron seguidores destacados en las décadas de los sesenta y los setenta, en autores como B. Brodie, N. Spykman, H. Kissinger, Z. Brzezinski, G. Kennan, A. Wohlstetter y H. Kahn, entre otros.
En particular, H. Kissinger y Z. Brzezinski desarrollaron en el plano teórico y práctico, una concepción realista de la disuasión, aplicada a las difíciles condiciones contemporáneas del hecho nuclear, al mismo tiempo que elaboraron y trataron de aplicar una visión del equilibrio político y estratégico y la estabilidad en la esfera internacional, incorporando un desarrollo específico de la teoría del dominó al complejo juego de fuerzas políticas y militares que allí tienen lugar, a través de un estudio pragmático de los intereses en conflicto en las relaciones entre las naciones-Estados.
Es necesario subrayar que H. Kissinger, G. Kennan, A. Wohlstetter y H. Kahn, sin embargo, a diferencia de los realistas teóricos de principios de siglo, tuvieron la virtualidad de llevar el pragmatismo doctrinal que sustentaban, a la esfera de la aplicación concreta en la realidad del ejercicio del poder en la esfera internacional.
A decir verdad, en el siglo XX, el realismo político encuentra líneas muy estrechas de conexión intelectual con el realismo estratégico.
Revisemos algunas de sus líneas matrices de desarrollo.
Después de la II Guerra Mundial, el escenario internacional pareció dominado por las visiones estratégicas y políticas orientadas a la confrontación entre Oriente y Occidente.
El hecho nuclear introdujo además, una creciente dosis de incertidumbre en los cálculos estratégicos de los actores internacionales.
Por el lado estadounidense y occidental, Winston Churchill, Truman y George Kennan inauguran el enfoque bipolar, a partir del concepto de que la superioridad estratégica (real o supuesta) de la Unión Soviética, constituía un dato inaceptable para la posición político-estratégica de Estados Unidos y de todo Occidente, y de dicha “brecha” debía ser cerrada.
Entre 1945 y 1953, la visión política de Estados Unidos es la del containment , basada en la lógica de que había que contener o parar la ofensiva de la URSS, en todo lugar donde ésta se manifieste. Naturalmente, este enfoque presupone la existencia de arsenales estratégicos suficientemente dotados para poder servir a tal política.
El realismo americano de la primera post-guerra, se alimenta del deseo de mantener la superioridad de los intereses estadounidenses en el mundo, y de combatir al comunismo allí donde éste emerja y ponga en riesgo dichos intereses.
A su vez, la URSS construye en éste período, la estrategia de la fortaleza asediada. J. Stalin define entonces que la URSS se encuentra crecientemente sometida a una estrategia occidental de amenaza que los rodea territorialmente. El “muro de Berlín” y la “cortina de hierro” que acusa Churchill, convenía a ambas partes: los sovéticos lo utilizan como muro defensivo e impermeable y glacis de contención, frente a las numerosas alianzas militares que EE.UU. tejió a su alrededor, y los occidentales lo utilizan como arma retórica, y como justificación del armamentismo.
La URSS formuló entonces una definición territorial de la potencia estratégica, y los EE.UU., generan una fórmula de contención ante todos los movimientos soviéticos en el exterior. Cada uno percibe en los gestos, pasos, decisiones, acciones y omisiones del adversario, una estrategia de agresión que debe ser respondida.
En el período soviético, los pensadores políticos coinciden con los gobernantes, de manera que V.I. Lenin, fundador del Estado soviético fue el primero en formular una visión político-estratégica global. Desde el punto de vista del realismo político marxista, el concepto leninista del imperialismo como última fase del capitalismo constituye el fundamento doctrinal sobre el cual su sucesor J. Stalin, elaboró la doctrina de la Unión Soviética como el primer y único Estado socialista, en función de la cual los pensadores militares trabajaron la noción de la fortaleza asediada por las fuerzas del capitalismo y el imperialismo.
A la muerte de Stalin, en 1953, se inicia un nuevo período de formulaciones político estratégicas. N. Khroutchev en sus sucesivos Informes del Comité Central al Congreso del PC de la URSS, desarrolló la política de la coexistencia pacífica, la que pretendía combinar el potenciamiento de la capacidad militar y el armamentismo estratégico de su país, con la mantención de relaciones de coexistencia pacífica y competitiva con los Estados Unidos en todas las regiones del planeta.
Esta orientación reveló sus imperfecciones con la Crisis de los Misiles de 1962, la que le costó su salida del poder en 1963.
L.Breshnev, a medida que fue afirmando su hegemonía al interior del aparato de poder de la URSS, desarrolló la doctrina de la intervención limitada, al mismo tiempo que fortaleció la capacidad estratégica intercontinental y marítima de su país. La política estratégica de la URSS de Breshnev, a pesar de su fuerte realismo clausewitziano, comenzó a hacer crisis con la Primavera de Praga (1968) y la invasión de Afganistán (1979), en las que el propio edificio intelectual del marxismo-leninismo comenzó a perder su atractivo intelectual y su poder explicativo teórico y práctico.
El advenimiento de M. Gorbatchov (1985) significó la aparición de una política realista de glasnost (transparencia), de perestroika (apertura) y de desarme regulado y compartido con Estados Unidos, lo que constituyó en la práctica, un reconocimiento pragmático del atraso tecnológico de la URSS ante los EE.UU., y de la necesidad de democratizar el socialismo, lo que a su vez, se correspondía con la presión social que surgía en otras naciones de Europa Oriental (Polonia en particular). El libro Perestroika de 1987, puede considerarse como la elaboración más acabada de la nueva visión política soviética representada por M. Gorbatchov, en la que postula un nuevo esquema de relaciones con Estados Unidos, basado en la cooperación, el desarme equilibrado y gradual de las fuerzas y el retiro de las respectivas tropas nacionales de territorios extranjeros. Este enfoque –profundamente realista- no pudo impedir ni frenar las poderosas fuerzas internas y externas que condujeron a la implosión soviética.
Como se verá más adelante, el realismo político encontró su corolario en el pensamiento estratégico de manera que toda la idea de la disuasión clásica al llevar a un impasse militar, terminó por conducir al término de la lógica de la bipolaridad en 1989 y 1990, abriéndose el actual período de transición e incertidumbre.
¿Cuál es la postura del realismo actual en la esfera internacional?
El realismo político del presente, especialmente en las Relaciones Internacionales, se nutre del reconocimiento de la coyuntura transitoria e impredecible que experimenta el mundo actual, de la identificación de causas cada vez más complejas y variadas en el orígen de los conflictos y las guerras, y de la necesidad de afirmar la Política Exterior del Estado en una identificación pragmática y objetiva del balance de poder y del juego de intereses que se manifiestan en su entorno internacional.
LA POLITICA DE LA RAZON DE ESTADO
Uno de los componentes conceptuales básicos del paradigma realista de la Política, se encuentra en la Política de la Razón de Estado.
La Ciencia Política moderna parece haber eludido un examen minucioso en torno a uno de los mecanismos políticos más importantes y decisivos para asegurar la permanencia y continuidad del Estado.
Consideraciones históricas
La doctrina de la Razón de Estado encuentra sus fundamentos históricos en las profundas mutaciones intelectuales y culturales que se manifiestan en el Renacimiento europeo en los siglos XV y XVI.
La Razón de Estado es una creación política –o un descubrimiento intelectual- propio del Renacimiento europeo. En el clima político y cultural inquieto de las ciudades italianas del siglo XV y XVI, autores humanistas como F. Guichiardinni, C. Salutati, Leonardo Bruni entre otros, influyeron para que N. Maquiavelo y G. Botero elaboraran una primera formulación doctrinal, poniendo al desnudo la realidad del poder del Estado, y fijando los principios para que éste naciente aparato de poder y de gobierno, pudiera perpetuarse en el tiempo y trascender a sus funcionarios. Mientras Maquiavelo fue el primero en separar la Política de las religiones y teorías idealistas, Giovanni Botero comprendió que la Razón de Estado era la propia manera de funcionar del Estado. Según la nueva doctrina, la Política es un arte pragmático y positivo, es una práctica racional que recoge y sintetiza en sus cálculos, los datos de la realidad concreta y de la experiencia. Posteriormente, J. Bodin, T. Hobbes, así como las experiencias de gobierno del Cardenal de Richelieu y del propio M. Robespierre en el siglo XVIII, vinieron a confirmar sus alcances y límites.
La doctrina de la Razón de Estado es el punto de convergencia de la modernidad y del poder, del realismo en política y de la búsqueda de una racionalidad en los actos humanos.
Elementos para una definición
de la Razón de Estado
Más allá de la retórica o del silencio que rodea al tema de la Razón de Estado, todo Estado moderno está dotado de una doctrina inmanente cuya función fundamental consiste en justificar su existencia, de manera de otorgarle cohesión doctrinal a su funcionamiento como institución de instituciones.
La Razón de Estado podría entenderse, en un primer sentido, como el conjunto de las decisiones y actos políticos cuya legitimidad y legalidad son problemáticas, y mediante las cuales un Estado soberano asegura su realización, sin perjuicio de los recursos internos o externos que permitan garantizar tales prácticas. Sin embargo, la Razón de Estado no se confunde pura y simplemente con una política de transgresión de las normas ético-jurídicas bajo los efectos de una afirmación de hecho del poder coercitivo del Estado.
Es necesario reconocer que la conservación de un Estado o el crecimiento de su poder y potencia, deben ser incorporadas durante una larga tradición política e intelectual, dentro del ámbito de los fines legítimos que se proponen los gobernantes y los funcionarios del Estado.
En última instancia, es el interés del Estado en el sentido amplio del concepto, el objetivo, la guía y la justificación de los gobernantes, cualquiera sea el régimen político donde aquel tenga lugar.
El interés del Estado, no necesariamente coincide con el interés de la Nación, y ambos tampoco pueden necesariamente asociarse con el interés general, aunque estas tres dimensiones tienden a ser confundidas, labor que resulta precisamente del funcionamiento o de los mecanismos de la razón de Estado.
La Razón de Estado es la doctrina inmanente de la maquinaria estatal, que se orienta a preservar y asegurar su estabilidad, su permanencia y su continuidad en el tiempo, por encima de las variaciones coyunturales, y que trasciende a los individuos que ejercen el poder.
Los mecanismos de la Razón de Estado
El gobierno y la política de la Razón de Estado son inseparables de la realización de un conjunto de actos y operaciones políticas, a través de las cuales el Estado o alguna de sus instituciones fundamentales intenta preservar la continuidad esencial de la “maquinaria estatal”.
Cuatro son los mecanismos principales a través de los cuales se manifiesta el principio de la razón de Estado, en las organizaciones estatales modernas, a saber:
a) Las políticas de silenciamiento de la acción estatal o de sus decisiones.
b) Las políticas comunicacionales sistemáticas, en cuanto son conducentes a establecer una verdad oficial.
c) Las técnicas de golpe de Estado.
d) Las políticas de seguridad del Estado.
Veamos cada uno de estos mecanismos.
Se definen como políticas de silenciamiento al conjunto de procedimientos políticos y burocrático-administrativos destinados a ocultar los mecanismos y el proceso de toma de decisiones de las autoridades e instituciones del Estado.
El Estado tiende espontáneamente a ocultar de la opinión pública y del escrutinio ciudadano, los procesos de toma de decisiones especialmente aquellos que se sitúan institucionalmente en las esferas superiores de las estructuras de poder.
Los ciudadanos en definitiva, aún cuando cuenten con la acción vigilante de la opinión pública, sólo conocen las decisiones cuando éstas han sido adoptadas y son comunicadas o ejecutadas por la burocracia.
Las políticas comunicacionales, son operaciones sistemáticas de orientación de la información y del flujo de las comunicaciones estatales, a fin de presentar bajo el mejor aspecto posible y presentable, una verdad oficial.
Forma parte de los mecanismos normales de ejercicio de la razón de Estado, el que la maquinaria estatal tienda a elaborar, procesar, difundir y defender una verdad oficial, la que se configura en un conjunto –más o menos coherente- de afirmaciones, puntos de vista, interpretaciones y percepciones acerca de la realidad.
La verdad oficial es la interpretación que el Estado y/o sus autoridades dan a los eventos de la vida política, social, económica y cultural de la sociedad; se trata ciertamente de un punto de vista, de un enfoque diferente e incluso de un enfoque ideológicamente sesgado y dirigido.
Pero, además se trata de un conjunto de técnicas de elaboración y manipulación de los hechos y de la información, de manera de producir un determinado efecto comunicacional y político.
La técnica del golpe de Estado constituye una operación político-militar de irrupción violenta y de copamiento de las fuentes físico-geográficas de poder y de las instituciones fundamentales del Estado, a fin de satisfacer determinados intereses políticos.
En cuanto operación político militar, todo golpe de Estado supone la intervención –más o menos planificada- de fuerzas armadas o militares, sean éstas regulares o irregulares.
Todo golpe de Estado supone, al mismo tiempo, el doble objetivo de paralizar el funcionamiento de la maquinaria decisional y burocrática de las instituciones fundamentales del Estado (en particular de los poderes ejecutivo y legislativo); y poner en marcha nuevas estructuras, autoridades y/o procesos políticos decisionales. Desde ésta perspectiva procedimental, la operación del golpe supone siempre tres tiempos, a saber: un primer tiempo, de preparación y creación de clima; un segundo tiempo, de ejecución de la operación y de instalación del nuevo poder; y un tercer tiempo, de consolidación del nuevo poder.
En una perspectiva política general, el golpe de Estado puede ser el punto de partida o el momento culminante de una crisis política o institucional prolongada, o de una coyuntura insurrecional.
Desde el punto de vista de los motivos y sus ejecutores, se distinguen el golpe de Estado como una operación en la que intervienen militares y políticos; y el golpe militar en cuanto operación en la que intervienen solamente militares.
Desde el punto de vista de su operatoria, se distingue el golpe de Estado propiamente tal, rompiendo la legalidad vigente, y el golpe blanco que consiste en la ocupación política y militar del poder, dentro de los límites de la legalidad.
Desde el punto de vista de sus consecuencias físicas y humanas, se distingue el golpe cruento que implica daños materiales y bajas en vidas humanas, y el golpe incruento en el que la operación de toma del poder resulta tan súbita que las bajas son mínimas o inexistentes.
Las políticas de seguridad del Estado consisten en orientaciones generales de acción, dirigidas a prevenir y preservar la integridad física y material de las instituciones y autoridades del Estado, frente a amenazas internas y externas.
De este modo, todas decisiones y actos de los funcionarios y autoridades que operan desde el Estado tienden a impregnarse de una justificación oculta y silenciosa, cuya finalidad es la realización objetiva, impersonal y sistemática de tres condiciones o requisitos, esenciales para asegurar el funcionamiento del Estado:
a) su estabilidad (poniéndolo a resguardo de cambios, de desequilibrios, crisis o quiebres institucionales, que puedan arriesgar su ordenamiento jurídico básico);
b) su permanencia (en cuanto conjunto de instituciones instaladas en un espacio físico, geográfico y político propio y jurisdiccional, y en las que las autoridades y funcionarios son siempre transitorios); y
c) su continuidad (es decir, que se asegura su existencia en el tiempo, trascendiendo a los individuos que operan en él).
Al revelar la existencia de la doctrina de la Razón de Estado, queda en evidencia que la política y el poder son realidades objetivas, profundamente humanas, marcadas por el sesgo del conflicto, por la disparidad básica e incluso la confrontación de ideas, de fuerzas y de intereses.
La política de la Razón de Estado, se manifiesta en todas aquellas decisiones y actos de la autoridad política, tendientes a preservar el interés superior de la Nación o del propio Estado, a asegurar por cualquier medio (especialmente por medios legales, pero sin descartar los medios no-legales o ilegales) la permanencia y unidad del Estado y de sus instituciones básicas, la estabilidad de dichas instituciones o su continuidad en el tiempo, así como su estatura política, diplomática y estratégica en el campo internacional. Se trata en la práctica política, de medidas de carácter riguroso, no siempre populares ni del agrado de la opinión pública, y por ello, frecuentemente incomprendidas y criticadas.
Lo que realiza la idea de la Razón de Estado, es que introduce el desvelamiento del logos de la política, del poder y del Estado.
Desde esta perspectiva profundamente realista, el Estado no es una fuerza ideal y superior que se impone sobre el espíritu de los hombres, sino que ahora, al ponerse en evidencia la existencia de la Razón de Estado, queda al desnudo que el Estado es, en primera y última instancia, una maquinaria organizada de poder y de mando, que funciona dentro de la esfera política de la sociedad, dominada por los intereses, por las estrategias, los cálculos y los juegos de poder y de guerra de quienes ejercen el poder.
En la práctica política, la Razón de Estado se realiza permanente y cotidianamente, cada vez que el poder político es ejercido por una autoridad o funcionario, por cuanto a través de sus decisiones y actos de poder, ambos están cumpliendo con sus propias metas y objetivos y están contribuyendo a realizar en el presente, los fines de permanencia y continuidad del Estado al que sirven.
De este modo, el poder político del Estado moderno encuentra en la Razón de Estado una lógica propia, una racionalidad explicativa que le da coherencia en el tiempo y en el espacio. El poder político no podría ejercerse en el Estado y aún mediante los instrumentos de poder que le son inherentes (tribunales, ejército, policía), si quién ejerce tal poder no tuviera la certeza que sus decisiones serán cumplidas y ejecutadas por una cadena de funcionarios, y que a través de dicha cadena orgánica de individuos, el Estado se asegura su permanencia y su continuidad. Es como si el Estado, adquiriendo una personalidad propia, se reprodujera a sí mismo, asegurándose de paso su propia permanencia.
Política y poder en la Razón de Estado
La Razón de Estado, de este modo, no es el deber ser del Estado como aparato político o de la Política como forma de relación para organizar el gobierno de la sociedad, sino que es el Estado y la Política tal como son en la realidad objetiva.
Por ello se afirma que la política de la Razón de Estado no es solamente el realismo político en su estado más puro, sino también es la propia Política de Estado, en su forma más objetiva, en sus finalidades más amplias y prospectivas, en sus manifestaciones más pragmaticas y eficaces.
Para la política enfocada, pensada y realizada desde esta perspectiva, lo que cuenta es el poder, lo que importa son los hechos concretos, lo determinante son las fuerzas, capacidades y recursos de que dispone realmente cada actor, y no las intenciones, las retóricas o las declaraciones de principios.
Lo esencial siempre es la preservación de la unidad del Estado –como territorio y como jurisdicción soberana- y todo lo que la altere o ponga en riesgo, choca con una razón de Estado que vigila su cohesión esencial.
Aquí, a diferencia de otras perspectivas doctrinales o ideológicas, lo central es la capacidad objetiva de actuar con eficacia, con capacidad de realización.
La política de la Razón de Estado es la política del poder, un poder completamente desnudado de toda pretensión idealista, de toda veleidad imaginaria, de toda intención discursiva: los hechos y los hechos políticos tal como son, y no como uno quisiera que fueran. Más que “una moral en acción”, ésta forma de hacer Política es “la acción moral y pragmática”.
Cuando el político se guía por estos criterios pragmáticos, se aleja de la posibilidad de confundir sus deseos con la realidad, y pone su capacidad de influencia, de acción y de realización, al servicio de una idea superior (e incluso de una utopía) que le puede permitir sobrevivir a los avatares de la política cotidiana y a las cambiantes coyunturas, situándose en una perspectiva de largo plazo.
La Política no es lo que parece, sino lo que es en realidad: un juego dinámico y cambiante de decisiones y actos motivados por intereses, en el que cada actor calcula sus estrategias, movimientos y retóricas para ganar posiciones en cada arena política, y lograr en definitiva influir y predominar.
En la política de la Razón de Estado, la fuerza está al servicio de la razón, es decir, de la Política como función superior y gobernante. De aquí se desprende que la compulsión o la coerción, que son el resultado inmediato de la fuerza, funcionan siempre en la lógica de que la fuerza es un instrumento racional al servicio de una Política pragmática y eficaz: la Política siempre es la idea y la fuerza es el instrumento.
Esto no quiere decir que la Razón de Estado carezca de ideales o de moral, como le atribuyen sus detractores. Por el contrario, el ideal aquí es el pragmatismo irrecusable de los hechos, es el logro objetivo de las realizaciones, es el cumplimiento irrestricto de las promesas, es la política de las obras antes que de las promesas, es el Hacer más que el Decir: un ideal utilitario, funcional y eficaz, que se opone a la política tradicional de anuncios y proclamas, sustentándose en una ética incorruptible de la eficiencia, de la verdad, de la justicia y del deber cívico.
La doctrina de la Razón de Estado, aunque ha desaparecido como tema de interés para los pensadores y hombres de acción, ha pasado a incorporarse en el funcionamiento normal de todos los Estados, y aparece frecuentemente puesta de relieve tanto en la política interna, como en las Relaciones Internacionales, en las esferas de la Política, la Diplomacia y la Estrategia.
CONSIDERACIONES HISTORICAS
SOBRE EL REALISMO
EN LA ESFERA ESTRATEGICA
Y EN LAS RELACIONES INTERNACIONALES
Como se podrá apreciar a continuación, existe una clara conexión intelectual, por lo menos en la tradición cultural de Occidente, entre el realismo político, entendido en los términos definidos más arriba, y el realismo estratégico, entendido a su vez, como una perspectiva teórica, doctrinal y práctica que tiende a privilegiar la problemática del poder y las correlaciones de fuerzas, para comprender los procesos políticos y estratégicos y los conflictos en las relaciones internacionales.
Esta tradición encuentra sus bases fundacionales en la práctica estratégica de algunos líderes militares de la Antigüedad, en ciertos pensadores y en la tradición histórica que allí se originó.
El realismo estratégico de la Antigüedad
Poco se sabe sobre la experiencia guerrera, o las relaciones que entablaron las primitivas comunidades en la Prehistoria.
Los testimonios gráficos y pictóricos del Paleolítico (Lescaux, Altamira…), no se centran principalmente en escenas de batallas, sino de cacería, por lo que debemos aproximarnos a la Antigüedad para comprender las primitivas formas de pensar y actuar en Estrategia.
Un panorama histórico e intelectual del realismo centrado en el campo estratégico dentro de Occidente, no estaría completo si no mencionara además, la significación e influencia producida por los encuentros y conflictos entre los europeos y otras civilizaciones.
Así entonces, debiera reconocerse que autores como Sun-Tzu desde la tradición cultural china o Ibn-Kaldhoun como manifestación polemológica de la civilización árabe, constituyeron paradigmas estratégicos que, habiendo influído decisivamente en el pensamiento militar y político de sus culturas, trascendieron inspirando las conquistas y el quehacer “internacional” de los pueblos que tuvieron contacto con ellos.
Hace más de 2.000 años, Sun-Tzu un misterioso filósofo guerrero chino, recopiló un conjunto de máximas hoy conocidas bajo el nombre de El arte de la guerra. Allí Sun-Tzu recogió los aspectos esenciales de la sabiduría guerrera oriental, de manera que el conjunto de la obra se orienta a demostrar que la eficiencia máxima del conocimiento y de la estrategia, es hacer que el conflicto sea totalmente innecesario. Sun-Tzu se ocupa de los criterios estratégicos de la guerra, del orden de batalla, de la fuerza, de las maniobras, de la utilización de espías y la adquisición de la información, y de la importancia del terreno, asumiendo un enfoque pragmático cuya modernidad está fuera de discusión. Hay en la lógica de Sun-Tzu un realismo implacable, una frialdad absoluta en el camino y los medios hacia el objetivo final, pero siempre toma en cuenta al estratega, al ser humano, en cuanto individuo dotado de un juicio racional y objetivo, para evaluar fríamente las cambiantes situaciones reales.
El paradigma estratégico chino iniciado por el maestro Sun-Tzu, ha predominado en el mundo oriental hasta el siglo XX.
Si adoptamos una perspectiva global y reconocemos el juego dinámico de influencias que operan en este campo, comprenderemos que, por ejemplo, la experiencia militar de las Cruzadas (entre los siglos XI y XIII de nuestra Era), no sólo significó una empresa conquistadora de los ejércitos feudales europeos, sino que además, pusieron en contacto –estratégico, económico y cultural- a dos civilizaciones disímiles, ninguna de las cuales resultó totalmente inmune a la influencia de la otra.
Tal es también el caso de la empresa conquistadora española que –como se verá más adelante- al contacto con las culturas originarias de América, no sólo desplegó su milenario saber guerrero –aún impregnado de un acento épico y feudal- sino que recibió el impacto de esos pueblos con sus tácticas de hostigamiento, dispersión y ataque en bandada.
Durante la Antigüedad, surgen los primeros atisbos de la idea de comunidad internacional. El concepto se arraiga en la necesidad y búsqueda de normas que permitan ordenar y regular las relaciones y los intercambios entre los Estados y los gobiernos.
El primer testimonio histórico de un Tratado internacional se remonta al 1277 AnE. en el que hititas y egipcios (bajo Ramsés II) acuerdan un tratado de paz y fraternidad, y en cuyas estipulaciones se encuentran: la renuncia mutua a todo proyecto de conquista de sus respectivos territorios, se establece una alianza defensiva, y se acuerdan formas de cooperación en el castigo de súbditos delincuentes y su extradición mutua.
Heródoto y Tucídides, respectivamente, señalan también la existencia de Tratados de alianza en el siglo V AnE., entre varios pueblos griegos como respuesta a las necesidades de regulación de sus vínculos con Estados y pueblos “bárbaros”: dieron así orígen a la práctica del asilo político, ensayaron los pactos de arbitraje, e iniciaron la realización de los congresos anfictiónicos en los que se acordaban las reglas jurídicas comunes entre los diversos pueblos y ciudades-Estados de la Hélade.
Siguiendo una inspiración realista y pragmática, fueron las realidades objetivas e impostergables de los crecientes vínculos entre los actores políticos en la esfera internacional, las que impulsaron el surgimiento de normas e instituciones, a partir de las cuales se pudiera hablar de comunidad internacional.
El realismo estratégico de la prolongada época de la Antigüedad, está marcado por una fuerte tendencia a una política imperial de conquista, es decir, por una lógica de poder y de dominación, según la cual cada Estado que alcanzaba una estatura política y militar significativa, consideraba su derecho la dominación de territorios y pueblos vecinos, hasta alcanzar la forma imperial.
Esta fue –entre otros- la experiencia de Hammurabi, fundador del imperio babilonio (hacia 1750 AnE), de Amenofis III (1410-1379 AnE) con el imperio egipcio, de Salomón (972-932 AnE) en el espacio israelita del Medio Oriente, de Asurnazirpal (883-859 AnE) y Asurbanipal con el imperio asirio, o de la dinastía Ts’in en la que Che-Houang-Ti fundó el imperio chino (221-207 AnE).
La Antigüedad clásica que conocemos sin embargo, inaugura su experiencia estratégica con la Guerra de Troya, si es que no queremos remontarnos a las bíblicas batallas que enfrentaron al pueblo judío con los filisteos y los egipcios.
La Grecia clásica hace escuela de realismo estratégico, mediante una tentativa exitosa de expansión comercial y guerrera contra Troya (hacia el 1.250 AnE) como lo ilustra Homero en La Ilíada. Los griegos coaligados montan una expedición marítima llevando en sus naves un ejército perfectamente equipado para un largo sitio. La concepción estratégica es de un realismo puro: se trataba de vencer la oposición de Troya a la expansión de las líneas de comercio de las polis griegas, tal como lo hará varios siglos más tarde, la República romana ante la oposición de Cartago.
Hay quienes han visto en la historia de las guerras de la Antigüedad, los inicios de una histórica confrontación entre potencias terrestres y potencias marítimas. Este criterio de lectura nos podrá servir en ciertos casos caracterizados, pero no será el único.
El imperio persa fue probablemente uno de los casos más notables de perseverancia en el ejercicio del poder imperial. El imperio persa representa una vasta dominación política y territorial entre el siglo VI AnE hasta el VII NE. Ciro II (559-520 AnE), Darío I el Grande (522-486 AnE) y Jerjes I (486-465 AnE) representan la etapa más floreciente de la dominación persa, abarcando desde las costas de Asia Menor hasta el río Indo, y desde el océano Indico hasta el Mar de Aral. Un imperio de dominación exclusivamente terrestre, que combinó una organización territorial (las satrapías), un sistema monetario e impositivo único, vías de comunicación y ejércitos dotados de una alta movilidad.
Del mismo modo, hacia el 300 AnE., se consolidaron en China los siete Estados, que dan forma al llamado Período de los Reinos Combatientes. Después de 400 años en que predominan las tendencias a la división feudal, a través de diversas guerras y otras formas de decantación política, el vasto imperio chino comienza a orientarse hacia la configuración de grandes unidades políticas.
Este proceso culminó en la formación de un solo Estado, hacia el 221 AnE con el emperador Qin-Shi-Huangdi, quién organiza una administración central y un ejército de arqueros y lanceros, sobre el que se asentó el nuevo poder. Hacia el siglo III AnE, China inicia un lento y prolongado proceso de construcción estatal e imperial.
Lo que importa subrayar es que, en medio de su experiencia conquistadora y guerrera, numerosos pueblos de la Antigüedad clásica, y en particular el pueblo griego, aprendieron gradualmente a pensar política y estratégicamente no sólo en términos de unidades políticas aisladas que se enfrentan (Estados, polis, señoríos y ciudades), sino también en términos mundiales o universales, guardando las debidas proporciones geográficas del “mundo conocido” que ellos tenían. Probablemente, ésta es la mayor contribución de Grecia al pensamiento estratégico e internacional.
Los griegos con su concepción de la Hélade enfrentándose al poderío masivo de los ejércitos persas (siglo V AnE), son acaso los primeros en Occidente que abren una perspectiva histórica y realista de comprensión del mundo que les rodea y en el que les toca actuar, y al mismo tiempo dan los primeros pasos en la configuración de la idea de comunidad y Derecho internacional.
Su realismo los impulsa a aliarse entre ellos, frente al peligro de la dominación oriental, de manera que la amenaza exterior no solo les proporciona una intuición de unidad cultural y política, sino que les enseña una de las primeras lecciones maestras del pragmatismo político y estratégico: “si estás en desventaja ante tu adversario, busca buenos aliados”.
Este es el significado político profundo que aporta la retórica de Pericles desde la experiencia estratégica de la Atenas clásica (492-429 AnE): solo la unidad de los débiles, les permitirá vencer al más fuerte.
Al mismo tiempo, la obra de los historiadores, Heródoto (486-420 AnE), Tucídides (465-395 AnE) y Jenofonte (430-355 AnE) en primer lugar, permite efectivamente ampliar la visión del mundo real que tenían los griegos, comprensión innovadora de la que no hay que descartar a los primeros geógrafos y cartógrafos, de manera que los helénicos no sólo se ven como parte de un mundo muy variado y complejo, sino que se retratan a sí mismos dentro del mundo.
El primer testimonio de la Estrategia aplicada en la Antigüedad griega, se encuentra en La Ilíada de Homero (hacia el 750 AnE) en el que se ponen de manifiesto tanto las cualidades literarias del autor, como los aspectos técnicos de las tácticas guerreras terrestres de griegos (falanges de hoplitas) y troyanos. Desde una perspectiva realista, la obra de Homero subraya las tendencias expansivas del pueblo griego y su creciente influencia en el espacio mediterráneo. La guerra de Troya duró 10 años y al término de ella, las ciudades griegas iniciaron un largo proceso de crecimiento y predominio imperial.
Hasta esta etapa de la Historia de Occidente, el horizonte mental, político y geográfico de los estrategas y gobernantes griegos es el Mediterráneo. El mundo llega hasta las “Columnas de Hércules”.
Entre La Hélade y el dominio de Alejandro el Magno, pudiera verse una cierta solución de continuidad, aunque el quiebre intelectual y político que produce su dominación, puso de relieve el fracaso de la polis griega como forma política adecuada para un mundo dominado por vastas construcciones imperiales.
Alejandro no escribió sus conquistas ni teorizó acerca de su imperio, pero su genio consiste precisamente, en la realización objetiva de una vasta obra de confederación de culturas, pueblos y Estados diversos.
Sin embargo, fue Julio Cesar (101-44 AnE), el gran conquistador romano, quién primero tuvo una de las intuiciones estratégicas más realistas: la idea de que la supremacía militar conduce casi irremediablemente a la dominación política.
Cesar fue el primero que hizo uso del arte de la Política para conquistar las voluntades y la adhesión, al mismo tiempo que utilizó el arma del arte de la Diplomacia, para convencer a sus conciudadanos y a otros pueblos de las ventajas de su dominio, en una adecuación realista con el arte de la Estrategia, ampliando los límites de las conquistas romanas, poniendo en práctica así una política de poder en la que combinó la satisfacción de sus intereses y ambiciones personales, con la preservación y ampliación de los intereses vitales de Roma.
Diversos historiadores han visto en la obra literaria de Julio Cesar, especialmente en sus Comentarios de la Guerra de las Galias, como un clásico de la propaganda política, en la que el general y Senador victorioso, junto con reivindicar las victorias obtenidas en el campo de batalla sobre los pueblos galos, se sitúa por encima de las rencillas políticas que atraviesan la República. En ella, se describe la confrontación entre la táctica de bloque y de rodillo compresor utilizada por las legiones romanas, y la táctica de guerrilla organizada por los diversos pueblos francos. La ocupación romana a continuación –hecha en base al poblamiento estable y a la construcción de una cadena de aldeas-fuertes fronterizas, el “limes” imperial, permitió extender los límites del Imperio hasta el Norte de Europa y la Germania.
Es importante subrayar que la lógica realista de los romanos, aplicada en la esfera estratégica les permitió lanzarse a la conquista del mundo que los rodeaba. Para ello, dividieron a los pueblos vecinos para combatirlos unos a otros; se sirvieron de los pueblos sometidos, para dominar a aquellos que no lo estaban; intervinieron en los conflictos internos de los pueblos no sometidos a fin de proteger a los débiles, y lograr con ello el dominio; ejecutaron un estilo de guerra sin cuartel, de manera de ser más inflexibles en las derrotas que en las victorias; e invadieron los territorios vecinos bajo el pretexto de defenderlos de sus enemigos.
No deja de ser sugestivo constatar que, paralelamente a la evolución política de las culturas europeas y asiáticas, en América, diversos pueblos como los olmecas (300 AnE-300 NE), la cultura de Teotihuacán (100-200 NE), o los aztecas y mayas en América Central (400 AnE- 1000 NE) construyeron sistemas políticos de rasgos imperiales, combinando conquista militar y económica, dominación político y fuertes influencias culturales y religiosas.
Los aztecas extendieron su dominación desde el centro de México, durante casi un siglo (1440- 1521 NE), a partir de la Triple Alianza de reinos-ciudades (Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopán), en una combinación política de capacidad de aprendizaje, fuerza militar organizada, y una política diplomática hábil y flexible.
Del mismo modo, a partir de los horizontes culturales Chavin y Nazca, los imperios de Tiwanaku (siglos VII al XI NE) y de Tahuantinsuyo en América del Sur, configuraron una amplia estructura de dominación política y económica, que llegó a su apogeo con Thupa Inka Yupanki y Wayna Qhapaq (1463-1493 NE), y que supo equilibrar un cierto grado de autonomía relativa de los señoríos locales, con una estructura centralizada de poder supraterritorial, adaptándose –de un modo realista y pragmático- a las condiciones de una gran diversidad de pueblos y espacios geográficos conquistados.
Hay que subrayar aquí la importancia de la sacralidad del poder y la dominación que instauraron los pueblos americanos originarios. Mayas, aztecas e incas dieron una relevancia excepcional al carácter místico, divino y sagrado de sus gobernantes imperiales, instaurando una tradición de poder elitista casi absoluto, que perduró mucho más allá de la conquista española.
Al otro lado del mundo, en China y en las grandes estepas de Mongolia, por su parte, se desarrolla la experiencia conquistadora del Imperio Mongol. Bajo el poder de Gengis Khan (1155-1227 NE), los ejércitos de arqueros y jinetes mongoles se convirtieron en una arma política, en una combinación realista de alianzas, saqueos, conquistas, incursiones relámpago y ocupación territorial. En el siglo XVII, la expansión mongol decayó y fue finalmente detenida, ante el crecimiento del poder manchú.
La lógica estratégica de la cultura china, ha sido sintetizada en numerosos autores, pero el más conocido es Sun-Tzu cuyo Arte de la Guerra (escrito en el siglo V AnE.) es considerado un clásico hasta el día de hoy. Sun-Tzu enfatiza la importancia del dominio de la voluntad guerrera como parte de una visión humana integral en la que la fuerza se somete a los imperativos de la inteligencia, de la sabiduría y del conocimiento.
El derrumbe de los grandes imperios de la Antigüedad, dió paso a una disgregación de la unidad política y territorial y a una poderosa tendencia centrífuga en la geografía política de Europa y Asia: así surgió el feudalismo.
La estrategia medieval
Probablemente la experiencia estratégica e internacional de Europa, en la época medieval, comenzó, entre otros hechos, con las invasiones de los marineros escandinavos. Los normandos o vikingos ejercieron una combinación bastante pragmática de conquista depredadora, saqueo e intercambio comercial, sin buscar prioritariamente la ocupación territorial, durante un largo período que va desde el siglo VIII hasta el IX, en las costas de Europa occidental y del norte.
Numerosos autores han subrayado el aspecto épico de las guerras medievales. Hayan sido motivados por el afán de conquista, por las necesidades dinásticas o las ambiciones principescas, los conflictos de la Edad Media se nos aparecen como guerras entre caballeros, que van adquiriendo un aspecto cada vez más refinado y barroco.
No es posible quedarse con ésta primera impresión. Las prácticas guerreras y de la Política exterior de los Estados medievales, dejan traslucir un notorio realismo.
La formación del Imperio Carolingio, a partir de la coronación de Carlomagno (en el 800 NE), constituyó una expresión de las posibilidades y limitaciones del poer de los francos. Se extendieron hacia el Mar del Norte y el Báltico, hacia la región de Bohemia, hacia los reinos itálicos y España y en dirección de las regiones eslavas de los Balkanes. Pero, a la muerte del emperador (814 NE), el Imperio carolingio se desmoronó en menos de dos generaciones.
En efecto, por debajo de la dialéctica y la elegante retórica religiosa, teológica o política de los guerreros y diplomáticos del Medioevo, se encuentra siempre una intrincada gama de intereses de poder y de dominio y de fuerzas poderosas y actuantes las que constituyen el material objetivo, concreto de las ambiciones y las pasiones desatadas en el campo de batalla o en los refinados salones.
Ya en esta época, resulta cada vez más claro que la guerra es un acto político que obedece a una finalidad política del gobernante. A partir de Santo Tomás de Aquino, todos los autores medievales parten del principio realista de que la guerra justa debe ser conducida por el monarca, lo que conduce a relacionar el acto bélico como acción militar, con los intereses políticos que le daban justificación.
Así se puede considerar la obra El arbol de las Batallas, como una de las primeras obras estratégicas medievales, publicada entre 1382-1387 por Honoré Bonnet, y donde ya se plantea el tema de la guerra justa y la responsabilidad política primordial del Príncipe [es decir del gobernante], en su organización y en su conducción.
Pero sin duda, la acción político-estratégica más relevante de la Edad Media, fueron las Cruzadas. Entre el siglo XI y el siglo XIII, numerosos reyes, príncipes y guerreros europeos de todo tipo enfrentaron a los ejércitos islámicos por el dominio de Jerusalén y otros territorios. Se trataba de una época de abierta expansión de la dominación política y militar árabe, la que ejercía una fuerte presión geopolítica sobre todo el flanco sur de Europa, desde España por el oeste hasta Siria y Palestina por el este.
¿Qué mas grande acto de realismo estratégico que pretender recuperar la lejana Tierra Santa en el Medio Oriente, bajo una inspiración declaradamente religiosa y mística, cuando en realidad lo que se pretendía era asegurarse los mercados orientales y las rutas de navegación y comercio con Asia, amenazadas por la expansión árabe?
La primera Cruzada fue proclamada en el año 1095, y demoró más de un año en ponerse en marcha, en la medida en que los señores feudales comprendían que para vencer, necesitaban asegurarse la superioridad militar en Oriente. Se desarrolló entre el 1096 y el 1099. La mayoría de los ejércitos se desplazaron por tierra, mientras que la expedición naval coincidió con las fuerzas terrestres a su llegada a Bizancio.
Desde una óptica estratégica e internacional, las Cruzadas pueden ser comprendidas como el choque de dos culturas políticas con vocación expansionista sobre el vasto espacio territorial de Europa oriental, el Medio Oriente y el Mediterráneo. Las consecuencias no solo fueron una suerte de occidentalización del Oriente y de orientalización de Occidente, sino también el fortalecimiento de los intercambios comerciales y del progreso cultural, como consecuencia de la apertura a los nuevos conocimientos y técnicas de que cada cultura era portadora.
La última Cruzada se realizó en el 1270 (siglo XIII), pero resultó un fracaso.
La cultura árabe encontró durante la Edad Media, en Ibn-Khaldoun (1332-1406 NE) una adecuada síntesis política y estratégica. Khaldoun, desde una perspectiva de observador agudo de la realidad y de historiador, sustenta la necesaria complementariedad de las ciencias y del conocimiento, con exclusión de todo juicio o a-priori moral.
La guerra de los Cien Años (1337-1453), constituyó una etapa decisiva en el debilitamiento del feudalismo europeo, y en el fortalecimiento de las burguesías comerciantes y bancaria. Esta es la época en que predominan la infantería y la caballería, pero sin lograr un efecto decisivo sobre el campo de batalla o en la escena política internacional. Al término de éste conflicto, ni Francia ni Inglaterra resultaron beneficiadas sino que por el contrario, debido al desgaste y la destrucción prolongada, sus economías estaban debilitadas y sus fuerzas diezmadas.
Por otra parte, la formación de la Liga Hanseática (de la que llegaron a formar parte cerca de 90 ciudades comerciales e industriales del norte de Alemania, Polonia, los países bálticos y Rusia), reflejó también una estrecha y realista asociación entre los intereses comerciales y el significado político atribuido a éstos. La Liga Hanseática (predominante en los mares del Norte de Europa entre mediados del siglo XIII y fines del siglo XV) se planteó como una de sus metas, competir frente al comercio de las ciudades italianas, de manera que su peso financiero y su potencial económico, determinó en muchos casos la política exterior e interior de los Estados en que estaba implantada.
Por lo tanto, la política comercial de la Liga de Hansa es una política pragmática de poder económico, respaldada –en última instancia- por el poder político, es decir, estuvo profundamente dominada por los intereses materiales de los comerciantes dominantes en las ciudades de la alianza.
La misma lógica de poder y dominación, caracterizó a las ciudades-Estados italianas encabezadas por la República de Venecia, desde el siglo XII al siglo XV.
“La moneda de la ciudad de Venecia, el ducado de oro, llegaría a ser durante más de trescientos años, junto al florín de Florencia, el patrón monetario del Mediterráneo occidental.” (Crónica de la Humanidad. Barcelona, 1987. Plaza & Janés Editores, p. 367). El predominio de los intereses comerciales como manifestación pragmática de la voluntad de hegemonía de una unidad política en la escena internacional, encuentra un ejemplo evidente en la experiencia veneciana: los intereses económicos, a medida que se hacen predominantes, impulsan la búsqueda de la hegemonía política, mediante la utilización del instrumento estratégico -en este caso- de una poderosa flota de guerra.
Pero es necesario llegar hasta el Cinqueccento italiano, con autores como Maquiavelo, Guicciardini y otros, para encontrar el realismo estratégico formulado sobre bases históricas y conceptuales sólidas.
Como se ha visto más arriba, Maquiavelo funda la autonomía de lo Político y pone de manifiesto en Los Discursos sobre las Décadas de Tito Livio, en El Príncipe y especialmente en El Arte de la guerra, la significación política de la acción estratégica.
Nicolas Maquiavelo tambien aporto al desarrollo de la Estrategia y al estudio de la guerra.
En El arte de la guerra, N. Maquiavelo se plantea dos temas mayores: el primero, la organización de las milicias y los Ejércitos, en virtud de las necesidades políticas del Príncipe o del Estado; y el segundo, proclama la necesidad de reemplazar las fuerzas militares de mercenarios (condottieri) por Ejércitos nacionales, que garanticen a la vez, el control político del gobernante, y la fidelidad de las tropas a los intereses nacionales y al Estado al que obedecen.
El ambiente intelectual que determina el realismo maquiaveliano en el campo estratégico, es el del Humanismo dentro del Renacimiento. Esto significa que Maquiavelo –siguiendo los dictados del humanismo- rinde tributo a la Antigüedad clásica, y se basa en la experiencia de la República de Roma, para afirmar el carácter nacional que deben tener los ejércitos y la primacía de lo político como orientación superior que dirige lo estratégico y militar.
El Humanismo operó como una poderosa corriente intelectual y cultural que invade las mentes de los europeos del siglo XIV y XV, aunque también puede ser comprendido como una manifestación del racionalismo realista con que los pensadores, políticos y estrategas deciden centrar su pensamiento en el ser humano, entendido ahora como objeto central y privilegiado de reflexión e investigación.
Maquiavelo anticipó así la Modernidad, al situar la acción estratégica como una necesidad que funda la justicia, al interior de una reflexión política realizada por el gobernante de la Nación. Para Maquiavelo, la guerra es justa cuando es necesaria.
Los principales pensadores estratégicos de la época feudal después de Maquiavelo, fueron Gustavo Adolfo de Suecia (1554-1632), Mauricio de Sajonia (1696-1750), Federico II de Prusia (1712-1786) y el conde de Guibert (1743-1790), quienes tuvieron la particularidad de combinar la experiencia militar en terreno, con el ejercicio del poder político y la reflexión estratégica e intelectual. Ellos fueron los teóricos del orden de batalla en sus más diversas combinaciones. Propiciaban con mayor frecuencia una estrategia de usura y de agotamiento del adversario, antes que su destrucción total.
Federico II de Prusia escribe Los principios generales de la guerra en 1746, y posteriormente su Testamento militar en 1768. Partidario de utilizar grandes masas de soldados en el despliegue de sus fuerzas sobre el teatro de la batalla, propuso el concepto del orden oblicuo, una forma de ataque por el flanco que supone el avance de un ala por escalones y la retirada del otra ala, de manera de obtener una victoria rápida mediante el envolvimiento de las líneas enemigas.
A su vez, el conde de Guibert publica en 1772 su Ensayo General de Táctica, en el que desarrolla dos grandes temas. En el primero, propugna la necesidad de formar Ejércitos nacionales, sobre la base de los ciudadanos, con lo que se adelanta a la experiencia de la Revolución Francesa de la Nación en armas y de la conscripción general. En segundo lugar, Guibert postula el predominio de la guerra de movimientos: una guerra en la que los ejércitos desarrollan su máxima movilidad en líneas interiores y exteriores, mediante audaces maniobras destinadas a superar las posiciones del enemigo.
Estamos en el siglo XVII y en los inicios del XVIII, la época de oro del barroco…
Cuando las anteriores y poco decisivas guerras entre caballeros pasaron a convertirse en guerras entre mercaderes y mercenarios (siglo XVI al XVII), el predominio emergente de las burguesías comerciales europeas en la esfera del poder político (en Italia, en España, en la Liga Hanseática, en las Provincias Unidas…) determinó que los conflictos y guerras, dejen de estar motivadas mayoritariamente por intereses dinásticos (no obstante ciertos anacronismos persistentes), dando paso a enfrentamientos causados por intereses económicos y comerciales de dominación.
Incluso en el contexto de la lucha multisecular entre la Cristiandad y el Islam, una de cuyas formas fueron las Cruzadas, los intereses comerciales no podían ocultarse tras el velo religioso que las justificaba.
El historiador inglés Michael Howard, dice al respecto que: “…en el curso del siglo XVII la aptitud para hacer la guerra y mantener el poderío político dependía de más en mas, del acceso a las riquezas provenientes del mundo extra-europeo o derivadas de su comercio. Existía en realidad una interacción permanente entre el desarrollo de las empresas europeas de ultramar y los conflictos interiores en el continente.”
Y expone más adelante, que “Al término de la guerra de los Treinta Años, en 1648, la mezcla de celo religioso, búsqueda de botín y la aspiración a honestos beneficios comerciales que había inspirado la expansión europea y las rivalidades marítimas en el curso de los dos siglos precedentes, se sistematizó y se simplificó: los conflictos ahora opusieron a los Estados y tuvieron por objetivo la conquista del poder”. ([2])
La manifestación más explícita de esta combinación entre poder estratégico y político, al servicio de los intereses económicos, la encontramos en la época de los grandes descubrimientos marítimos.
La expansión marítima
de las potencias europeas
¿Qué explica el formidable poder de expansión que despliegan las naciones europeas desde el siglo XV y XVI?
En poco más de dos siglos, mientras Europa vivía un formidable Renacimiento cultural, artístico e intelectual, varias naciones europeas se lanzaron a una empresa sin precedentes de descubrimientos geográficos, conquista territorial y expansión colonial.
No todas las naciones de Europa tuvieron una voluntad política de conquista colonial, pero aquellas que habían logrado edificar una flota mercante y guerrera considerable, habían adquirido una experiencia de navegación apoyada en recientes conocimientos científicos: el sextante, la brújula y los avances cartográficos, no sólo confirmaban el hallazgo teórico de la esfericidad de la Tierra (N. Copérnico, 1473-1543), sino que abrieron los horizontes mentales e intelectuales de políticos, gobernantes y científicos, e hicieron por primera vez pensar en términos de planeta lo que hasta ahora sólo se circunscribía al Mediterráneo y los mares continentales.
Los autores intelectuales de la expansión marítima de Europa no fueron estrategas, sino que fueron inventores, marinos y comerciantes. Y en el trasfondo de ésta formidable hazaña, hay que situar el significado político y militar de algunos descubrimientos científicos y tecnológicos de importancia. El cañón (con metales de mejores aleaciones) y la pólvora (recién traída desde China por Marco Polo), fueron las herramientas militares de la nueva dominación; la brújula y el sextante, fueron los instrumentos exactos que guiaron el acceso a los mares y océanos desconocidos o inexplorados; y la imprenta de tipos móviles, fue el vehículo de transmisión de ideas.
Francis Bacon, por ejemplo, en el siglo XVI, constata que “…después de la invención del cañón, sus efectos pueden ser descritos de la siguiente manera: tenemos una nueva invención por la cual las murallas y las grandes obras militares pueden ser perforadas y derrumbadas desde una considerable distancia, con lo cual los hombres poseen ahora una considerable fuerza, para incrementar la potencia de los proyectiles y de las máquinas. Estas invenciones, junto a la imprenta, las armas de fuego y el compás, están cambiando la apariencia y el estado del mundo entero…” ([3])
Los Estados se comprometieron económica y políticamente en las expediciones y descubrimientos. Aquí, una vez más, el poder político, percibiendo los intereses económicos implícitos en la empresa colonial, apoyó los esfuerzos privados, y adaptó sus estructuras de poder a las nuevas condiciones geográficas. Inglaterra, España, Portugal y Francia, materializaron la conquista de nuevos territorios a continuación de los descubrimientos, haciendo de ellos, no sólo espacios geográficos de descubrimiento, sino sobre todo los convirtieron en territorios de dominación y de poder.
La navegación y el comercio de ultramar, se fueron convirtiendo en parte de una estrategia marítima de dominación de mercados y de territorios.
Así, la política territorial y colonial de las potencias europeas del siglo XV y XVI se fue configurando como una política de poder basada en intereses materiales, los que con el paso del tiempo se convirtieron en intereses vitales.
La política imperial del poder
La formación de sistemas imperiales constituye una de las más notables constantes en la Historia de la Humanidad.
Si se analizan desde una perspectiva histórica global, podría argumentarse que, no obstante las diferencias particulares de cada uno de ellos, la formación de sistemas de dominación imperial constituye una etapa de culminación de varios fenómenos socio- económicos, políticos y militares, en un momento dado del desarrollo de la formación estatal.
Obsérvese, por ejemplo, los períodos de expansión imperial experimentados por China, y por el Islam. Se trata de dos ejemplos de predominio basado fundamentalmente en una hegemonía militar terrestre, continental, la que se tradujo a continuación en dominación política.
Entre 661 y 750 NE., el Islam se extendió por el Oriente Medio, abarcando todo el Maghreb y bordeando los dominios eslavos de Europa oriental y los pueblos de la India. Como efecto de ésta expansión entraron en crisis, los dominios bizantino, persa, egipcio y de la Mesopotamia, desarticulando el sistema político en torno al Mediterráneo y del Medio Oriente.
Bajo la conducción de Mahoma, Abu-Bakr, Omar I y Otman los ejércitos de la caballería árabe construyeron una amplia zona de dominación política y militar, manteniendo ciertas autonomías locales y regionales, y a partir de la cual, el Imperio pudo intentar la conquista de zonas del sur de Europa.
El dominio imperial, desde la Antigüedad hasta hoy, es un fenómeno estatal, si se lo comprende desde el punto de vista histórico y político.
Se define como política imperial del poder a la expresión material y simbólica de la hegemonía y dominación que ejerce un Estado sobre otros Estados, como resultado de una política voluntarista más o menos sistemática, en un momento del proceso histórico internacional.
Dos son los elementos materiales que fundamentan la política imperial del poder: uno, el logro de una cierta hegemonía en el plano económico, material y tecnológico, de manera que la superioridad alcanzada es reconocida por los demás actores de la escena internacional; y dos, la obtención de una cierta hegemonía estratégica que resulta del potencial militar que cada Estado posee.
Cuando se analiza la evolución histórica de Occidente, se perciben claramente, sucesivos períodos de hegemonía imperial.
A partir del siglo XV y XVI, la expansión comercial fue uno de los fundamentos racionales de la políticas de ciertas naciones europeas, a partir de la cual buscaron el dominio sobre otras regiones del mundo.
Hay allí, una combinación compleja de factores, tales como la búsqueda de nuevos mercados, el desarrollo de la potencia marítima y naval, y el logro de la cohesión nacional y voluntad política deliberada por alcanzar una posición de predominio en la escena internacional.
La historia de Occidente, en los últimos cinco siglos, puede ser enfocada desde la perspectiva de la emergencia, apogeo y decadencia de sucesivos imperios marítimos y terrestres.
Así, el siglo XVI puede ser caracterizado como la época de predominio de España, bajo el poder de Carlos V (1516-1556), hasta la derrota sufrida por la “Armada Invencible”, en 1588 por la flota inglesa. Después de una primera época, marcada la conquista de los grandes imperios de América (que realizan principalmente H. Cortés, F. Balboa y F. Pizarro), España construye un vasto imperio basado en la explotación económica y el saqueo de las riquezas, el desplazamiento y mestizaje cultural y social de algunas culturas aborígenes, la conquista y reparto territorial, el exterminio de los pueblos originarios renuentes, y el poblamiento y formación de unidades políticas coloniales urbano-rurales.
El dominio imperial español fue el de una nación esencialmente terrestre, continental, que había logrado formar una relativa capacidad naviera, vocación que determinó e hipotecó su futuro como potencia.
Del mismo modo, el siglo XVII europeo estuvo marcado por el dominio relativo de Francia bajo Luis XIII, el cardenal de Richelieu (1624-1642) y Luis XIV.
La Política de Razón de Estado construída pacientemente por los cardenales Richelieu y Mazarino, hecha de riguroso realismo político, búsqueda de la unidad territorial y política, y de construcción de la potencia nacional, industrial y marítima, puede ser considerada la base material sobre la cual se edificó el prestigio y la influencia cultural y política ejercida por Luis XIV en toda Europa, durante este período.
En el siglo XVII, la Paz de Westfalia (1648), que puso término a la Guerra de Treinta Años, puede ser considerada como el punto de partida del Derecho Internacional moderno. El Tratado que puso término a este largo conflicto europeo, reconoció el principio de la igualdad jurídica de los Estados, sin distinción de su tamaño o forma de Gobierno, proclamó la necesidad de las asambleas internacionales como mecanismo de negociación diplomática, y señaló la importancia de las alianzas entre Estados como forma de asegurar la paz y la solidaridad y de buscar al adecuado “contrapeso” entre las distintas potencias y Estados.
La obra político-estratégica más relevante del Cardenal de Richelieu se encuentra en su Testamento Político (1642), en el que proclama su adhesión a las doctrinas en boga del mercantilismo, al nacionalismo económico, y a la necesidad de afirmar la supremacía del Estado y de la política de Razón de Estado para asentar la unidad nacional por encima de las facciones, disensiones religiosas y actitudes de fronda de la aristocracia, y para construir metódicamente el engrandecimiento del Estado, en la esfera internacional.
El apogeo cultural francés, sin embargo no se tradujo en un imperio colonial extenso, aunque aquí también hubo de ser determinante el profundo apego terrestre, rural que forma parte -de un modo atávico- de la cultura y de la historia francesa. El predominio cultural, político y estratégico francés –con Luis XIV y con Napoleón dos siglos más tarde- fue siempre esencialmente terrestre, carente de una voluntad marítima.
El siglo XVIII, por su parte, estuvo marcado por tres fenómenos imperiales al mismo tiempo, a saber: el inicio de la emergencia del poder de Prusia (con Federico II, entre 1740-1786) como potencia continental, en el centro de Europa; la emergencia gradual de Inglaterra como potencia marítima (a partir aproximadamente de 1763), la máxima expansión del Estado francés hasta alcanzar una forma imperial, con la experiencia de Napoleón Bonaparte (1799-1815).
Los pensadores estratégicos más relevantes en el período de las guerras napoleónicas, y quienes mejor teorizaron al respecto, fueron Ardant du Picq, Jomini y Clausewitz.
Henry de Jomini (1779-1869) en su obra mayor Précis de l’Art de la Guerre (1855) tuvo la virtud de captar el significado militar y las implicancias estratégicas de la reciente Revolución Industrial. Percibió que las nuevas invenciones en curso (el motor a vapor, los obuses de artillería, el fusil de aguja y el revólver, los primeros fusiles ametralladoras, entre otros) estaban aproximando una revolución profunda en el desarrollo de la guerra, y en la capacidad ofensiva y poder de fuego de los ejércitos.
El mundo estaba entrando en la época del telégrafo, del navío acorazado, de los ferrocarriles, de los vehículos blindados, de manera que resultaba evidente que el desarrollo de la siderurgia y de la industria en general, estaba potenciando los intereses nacionales y de seguridad de la Nación en armas y del Estado con intenciones imperiales.
A su vez, Carl von Clausewitz (1780-1831), puede ser considerado como el pensador estratégico más importante de los siglos XIX y XX. En su obra De la guerra, pensó el complejo fenómeno de la guerra, desde la amplia perspectiva de la Ciencia y de la Política. El edificio teórico de Clausewitz se apoya sobre el concepto de la guerra definida como un acto de violencia destinado a obligar al adversario a ejecutar nuestra voluntad, sobre la noción de que siempre se trata de un conflicto de grandes intereses, y de que en definitiva, constituye la continuación de la Política por otros medios.
El análisis de Clausewitz desarrolla la relación entre la guerra absoluta y la guerra real, sitúa al fenómeno bélico como instrumento de la Política, define la importancia estratégica del centro de gravedad de la guerra y de la batalla, propone que la defensiva es la forma más eficaz de guerra y subraya la gravitación de la batalla decisiva en el curso del conflicto.
Toda la política del siglo XVIII y de los inicios del siglo XIX estuvo condicionada por la confrontación y la búsqueda de esferas de influencia, con la formación de Estados- pivotes y Estados- tampones, destinados a servir en el juego complejo de los intereses de dominación de Inglaterra, Prusia y Francia, y en los que Rusia, Austria y el Imperio Otomano jugaban un rol creciente.
Es alrededor de la experiencia napoleónica que surgió en Europa, el concepto de equilibrio entre las potencias, entendido como una condición política y estratégica en la que cada Estado y cada alianza de Estados, posea un grado de control y poder suficiente para ejercer su dominio en términos que no alteren la estabilidad y la paridad relativa en el conjunto del sistema de Estados y naciones involucrados. Uno de los artífices de éste modelo de orden internacional, fue el Ministro K.W.L. Metternich, quién logró situar al Estado austríaco como un Estado-pivote de equilibrio y de árbitro en el sistema europeo (Santa Alianza y Congreso de Viena, 1815), con lo que de paso, le otorgó un rol político y estratégico cada vez más relevante al Imperio Austríaco.
El Congreso y el Tratado de Viena (1815) marcaron un momento decisivo en la evolución de la Política Internacional y del Derecho. El realismo político moderno se nutre del Congreso de Viena, en la medida en que dicho encuentro tuvo como resultado principal la consagración política y diplomática del principio del equilibrio, como instrumento político y estratégico básico, orientado a garantizar la paz y la estabilidad en el sistema internacional.
Ciertamente, todo el siglo XIX estuvo condicionado por dos fenómenos imperiales mayores: el acceso de Inglaterra a la condición de primera potencia marítima y comercial mundial, y la formación y consolidación de Prusia como gestora de la unidad nacional alemana.
En ambos fenómenos, que resultan como efectos retardados del derrumbe del Imperio napoleónico, Inglaterra y Prusia desarrollaron formas sistemáticas de política imperial aunque con finalidades diversas. Inglaterra ocupa el siglo XIX con el gobierno de la reina Victoria (1837-1901) al alcanzar el zénith de su expansión imperial, dominio que se eclipsó con la I Guerra Mundial (1914-1918), mientras que Prusia, bajo la conducción de O. V. Bismarck (1815-1898), da forma al Estado nacional alemán, bajo la forma de un imperio con posesiones coloniales en Africa y Asia.
Con la guerra franco-prusiana de 1870, la Prusia de Bismarck culminó el proceso de construcción de su unidad nacional, dando forma al I Reich alemán. Es interesante observar que cuando el Estado alemán completó la unidad de la nación alemana, lo hizo afirmando militarmente su superioridad sobre Francia, y bajo una forma política imperial única modalidad considerada suficiente y adecuada al mantenimiento de la cohesión de los numerosos particularismos y regionalismos de dicha región europea.
Los realizadores de las teorías de Clausewitz en el plano estratégico, fueron los generales prusianos Moltke y Schlieffen, quienes, como herederos de la tradición formada por Scharnhorst y Gneisenau en la Escuela de Guerra de Berlín, llevaron a su máxima perfección la organización, disciplina y doctrinas de empleo del ejército, como herramienta al servicio de la Política del Estado. El realismo de la política de Estado pasa por el realismo estratégico de los jefes militares.
El retardo de Alemania en acceder a la unidad nacional, y su impulso político y militar por obtener rápidamente una forma imperial, será una de las causas del desequilibrio que originó la I Guerra.
En el siglo XX, a la lenta decadencia de la hegemonía británica, se sucede la llegada de Estados Unidos a la condición de potencia mundial, y la aparición de la Unión Soviética como factor global de equilibrio, de disuasión y de bi-polaridad (1945-1990).
En efecto, los tres rasgos característicos de la política internacional durante el siglo XX, desde el punto de vista de los sistema imperiales de dominación, son el eclipse final del imperio británico (arrastrado tanto por los ingentes costos humanos y materiales de la I Guerra Mundial, como por el colapso de su dominio sobre Canadá, la India y otras colonias de importancia), la emergencia de los Estados Unidos a la condición de potencia mundial, la que se inicia en el período de entre-guerras (1918-1939), y el surgimiento de la Unión Soviética como potencia industrial y militar en Eurasia (1917-1939).
De este modo, aún cuando la política internacional entre las dos guerras mundiales aparece dominada por los imperios emergentes de Alemania, Italia y Japón, bajo fuertes dictaduras militares, el fenómeno político dominante en ésta época es el militarismo y el predominio de políticas voluntaristas de expansión imperial.
La geografía como arma estratégica
en las Relaciones Internacionales
En algún momento de su desarrollo histórico y material, cada Estado como entidad política situada en la escena internacional “toma consciencia” de su realidad geográfica, comprende los procesos de territorialización que ha estado experimentando y percibe la importancia de dichos espacios en cuanto ámbitos en donde tiene lugar la Política, la Diplomacia y la Estrategia.
Entonces, surge en el Estado la conciencia geográfica de su Historia, y en la Nación, la conciencia histórica de su Geografía.
Las dos manifestaciones históricas más explícitas de ésta conciencia territorial, provienen de la Geopolítica y de la Oceanopolítica.
Numerosos autores contemporáneos han subrayado que la Geopolítica tradicional, surgió a fines del siglo XIX y primeros veinte años del presente siglo, como una derivación intelectual de la Geografía Política, muy en boga en los círculos universitarios alemanes y nor-europeos. Analizemos éste fenómeno.
El primer período de la Geopolítica:
elementos para un análisis crítico.
Existe, en efecto, una primera época del pensamiento geopolítico, que surge y se desarrolla dentro de una óptica marcadamente organicista y fuertemente determinista. Sus influencias intelectuales originarias más significativas, provenían de H. Spencer y de Ch. Darwin, y de las derivaciones sociales que resultaron de sus teorías sociológicas y biológicas.
Así, dos líneas intelectuales se sitúan en las bases de la primera reflexión geopolítica: por un lado, el desarrollo del “darwinismo social”, a partir de Ch. Darwin, en la segunda mitad del siglo XIX, incluyendo a H. Taine, G. Le Bon, L. Woltmann y V. de Lapouge; y por el otro, un cierto “bio-historicismo” que desarrollan F. List (1789- 1842), y A. de Gobineau (1816- 1882), el que se entronca con O. Spengler , A. Rosenberg (uno de los teóricos mayores del nazismo alemán), y con F. Ratzel. En List y Gobineau, la Geopolítica inicial se alimentó del racismo, y a través de A. Rosenberg, a su vez, contribuyó decisivamente a elaborar una visión ideológica racista de la Historia, a partir del supuesto “conflicto entre la raza aria y la raza semita”.
Inicialmente, autores como F. Ratzel, con su Politische Geographische y a continuación K. Haushofer, fueron construyendo un cuerpo teórico configurado en torno a conceptos tales como “espacio vital”, “heartland”, “rimland”, o la asociación entre “suelo, sangre y raza”, nociones que estaban construídas sobre la base de una visión organicista del Estado. Otros autores alemanes en la década de los treinta y cuarenta, dieron contenido a esta visión: L. Mecking, H. Schrepfer, H. Rüdiger, N. Krebs o R. Hennig, para nombrar a los más connotados, trabajaron sistemáticamente la nueva concepción geopolítica. Numerosos títulos aparecidos en la revista de Geopolítica creada en torno a Haushofer, la Zeitschrift für Geopolitik (revista que, desde 1932, estuvo influenciada y dominada por el Partido nazi), atestiguan el enfoque señalado.
Al mismo tiempo, desde los inicios de los años treinta, esta Geopolítica se asoció directamente con los proyectos expansionistas, racistas y belicistas del nazismo alemán, otorgándole una justificación integral, completa, y respaldándolos con un conjunto de fundamentos teóricos, ideológicos y políticos, por lo que sus postulados hicieron crisis junto con el derrumbe del III Reich, al término de la Segunda Guerra Mundial. Por ello puede afirmarse que dicha Geopolítica era nazi en su esencia y contenido.
Al analizar sus postulados, se puede descubrir que esta primera Geopolítica constituye una representación político-estratégica e ideológica del mundo, que tiende naturalmente a centrarse en una concepción totalizadora del poder, y en una idea absoluta de la Nación y del Estado, como si ambas fueran entidades totales y homogéneas. Hay que subrayar que toda Geopolítica es una empresa intelectual esencialmente « patriótica », ya que intenta colocar al propio Estado, en el centro de las representaciones cartográficas del espacio territorial, de manera que la Cartografía termina graficando lo que los geopolíticos quieren que grafique…
Las falencias intelectuales de aquella visión geopolítica no solo provienen de su incapacidad conceptual para interpretar la creciente interdependencia y complejidad del mundo moderno, de las estrategias y formas políticas que hoy caracterizan a la sociedad, sino del hecho que las interpretaciones y asociaciones conceptuales organicistas, belicistas y racistas, son absolutamente insuficientes, y se encuentran en una fase pre- científica de las Ciencias Sociales, y del estudio de la relación « hombre- geografía ».
Ya ha sido demostrado que los procesos orgánicos funcionan conforme a lógicas completamente distintas y con elevados grados de pre- determinación, mientras que los sistemas sociales y políticos están dotados de características de complejidad y azar, que aquel organicismo primitivo no puede explicar.
Le Geopolítica de la primera época, era profunda y radicalmente estatista, ya que concebía al Estado como un organismo absoluto y predominante en la escena geográfica y política.
La visión geopolítica que concibe al Estado como un organismo vivo que nace, crece, se desarrolla, decae y muere, adolesce precisamente de una lectura estrecha y limitada de la estructura estatal. G. Sabine en su Historia de la teoría política subraya que “el argumento supuestamente científico de la Geopolítica no es más que una analogía biológica. Según dicha lectura, los Estados serían “organismos” y mientras viven y conservan su vigor, crecen; cuando dejan de crecer, mueren…” , lo que pondría de relieve que el “bienestar social parece equivaler a la supervivencia del más apto…”. Además de contener muchas ambiguedades lógicas, ésta confluencia de ideas y de pseudo- conceptos sociales y biológicos, ha sido una fuente de graves confusiones científicas.
Al contrario de lo que pretende la geopolítica, el Estado no es un organo viviente; es una construcción política, jurídica, ideológica y territorial que se asienta en una sociedad históricamente determinada, es una estructura institucional compleja, que opera mediante resortes materiales y simbólicos de poder.
La segunda época de la Geopolítica
A partir de la década de los cincuenta, la reflexión geopolítica se centró la comprensión de los problemas geográficos y políticos derivados del nuevo escenario de conflicto bi- polar, en la forma de diversas escuelas nacionales geopolíticas, directamente vinculadas con los intereses nacionales de los Estados.
Autores como R. Kahn, H. Kissinger y otros desarrollaron nuevas interpretaciones geopolíticas, pero todas ellas se inscribieron en dos grandes tendencias intelectuales generales, que podemos sintetizar de la siguiente manera:
a) una corriente de orientación determinista que heredó algunas nociones de la Geopolítica de la primera época y que conservó el concepto de predominio del medio geográfico que se impone a las organizaciones humanas y políticas; y
b) una corriente de orientación posibilista que se desprende del determinismo anterior y sostiene la primacía del hombre sobre el medio natural, en un proceso progresivo de territorialización del espacio geográfico.
Además, desde el punto de vista marítimo y oceanopolítico, es posible formular una crítica mayor a las escuelas geopolíticas tradicionales. En la práctica, las visiones geopolíticas no dejan de operar conceptualmente dentro de una lógica esencialmente terrestre, como si la perspectiva de lectura dominante fuera para y en los espacios continentales, subordinando a los mares y océanos a un rol secundario. La Geopolítica es un paradigma tal, como si nos situáramos en la tierra, para observar y comprender el mar.
La perspectiva moderna de la Oceanopolítica
La Oceanopolítica surge durante la segunda mitad del siglo XX, como resultado de una serie de procesos intelectuales y políticos.
La nueva disciplina introduce un cambio profundo de perspectiva a éste respecto: ella permite analizar los fenómenos políticos, diplomáticos y estratégicos que suceden en mares y océanos, desde la perspectiva de los espacios marítimos, de manera que se nos ofrece como un paradigma tal, como si nos situáramos en el mar, para observar y comprender la tierra.
Si la Geopolítica pretendía ser « la conciencia territorial del Estado », la Oceanopolítica pretende ser « la conciencia marítima de la Nación ».
La Oceanopolítica puede ser considerada como una visión con pretensiones científicas, que resulta de la confluencia multidisciplinaria de distintos aportes intelectuales. Se trata de una forma moderna de hacer ciencia a partir de los fenómenos marítimos y navales, en la medida en que su pretensión mayor es lograr establecer un conjunto aceptado de principios y teorías dotadas de racionalidad y de objetividad. En términos generales, la ciencia social es moderna, porque cree y se afirma en los resultados del ejercicio de la razón, como fundamento objetivo del conocimiento.
La reflexión oceanopolítica se pretende a sí misma como una racionalización de los procesos y relaciones entre el Estado- Nación (como actor político programático) y los mares y océanos. Desde esta perspectiva, los espacios marítimos y oceánicos son comprendidos y se configuran como campos teórico- prácticos relacionales, donde se ponen en juego los objetivos políticos, los grandes fines y sobre todo, los intereses nacionales y de seguridad de los Estados, como se analizará más adelante.
Para la Oceanopolítica, como para las demás disciplinas de las Relaciones Internacionales, el contenido esencial de las relaciones entre los Estados en la esfera marítima y naval son los intereses nacionales y de seguridad, en virtud de los cuales cada Estado desarrolla una Política, y despliega su Diplomacia y su Estrategia.
La Oceanopolítica es una disciplina o ciencia política del mar, es una manera política de ver las relaciones entre los Estados y naciones a propósito de los espacios marítimos. La politicidad de los procesos y relaciones oceanopolíticas, proviene fundamentalmente del carácter político de la acción de sus actores principales, los Estados, y del contenido esencial de las relaciones que éstos establecen entre sí a propósito de dichos espacios.
Así, resulta que la Oceanopolítica es -al mismo tiempo- una ciencia política de los espacios marítimos y oceánicos, y también, la Política de los Estados en los espacios marítimos y oceánicos. Por ello mismo, la Oceanopolítica no es una geopolítica marítima, ni una geografía política de los mares y océanos, sino que resulta de una elaboración intelectual y político- institucional distinta, y que produce como resultado una reflexión científico- política acerca de los mares y océanos, la que se traduce siempre en políticas y estrategias.
En su definición más primaria y elemental, la Oceanopolítica estudia la Política en el mar y en los océanos.
Su propia denominación, sugiere un elemento de encuentro, una síntesis entre el fenómeno político y el fenómeno oceánico, en la medida en que ambas dimensiones convergen en la realidad, desde los albores de la Historia de la humanidad.
Ahora bien, en la Época Moderna -inaugurada por el Iluminismo racionalista y humanista, la Revolución Francesa y la descolonización de las naciones- la Política en los océanos y espacios marítimos la realizan fundamentalmente los Estados-naciones, de lo que se desprende que la Política en el mar es siempre y en primera y última instancia la Política del Estado en el mar.
La Oceanopolítica puede definirse -para los efectos de este ensayo- como el estudio científico de las relaciones oceanopolíticas que se establecen históricamente entre ciertos actores políticos y los espacios marítimos y oceánicos.
Esto quiere decir que el fundamento de la teoría oceanopolítica, reside en una comprensión y racionalización sistemática y científica de un cierto tipo de relaciones, las que se pueden clasificar en dos tipos básicos:
a) las relaciones que establecen los Estados y otros actores políticos entre sí a propósito de los espacios marítimos y oceánicos, relaciones que tienen lugar en la esfera internacional; y
b) las relaciones que se establecen entre los Estados y los espacios marítimos y oceánicos, las que se sitúan generalmente en la esfera nacional, por su carácter jurídico y su contenido político.
De esta definición se desprende naturalmente, que los espacios marítimos constituyen una diversidad superpuesta e interdependiente de arenas o campos relacionales. Aquí reside la racionalidad objetiva de los fenómenos oceanopolíticos: se trata de procesos y fenómenos que son empíricamente observables y verificables, en los que los mares y océanos son el elemento de sustrato, la base fundante y explicativa de la relación, y los Estados y otros actores políticos son el elemento activo y dinámico.
A su vez, las relaciones oceanopolíticas, sin embargo, no solamente se sitúan en la esfera objetiva y empírica de los procesos políticos, diplomáticos y estratégicos, sino que también se manifiestan en un ámbito imaginario y cultural, es decir, en una dimensión simbólica: el de la conciencia marítima.
Pero, además, la reflexión oceanopolítica no surge de una simple teorización, sino que se enmarca en un contexto histórico internacional que le fija un derrotero intelectual característico.
El aporte del realismo en Oceanopolítica.
La Oceanopolítica es una disciplina científica que se sustenta en un conjunto de constataciones empíricas de la realidad internacional.
Uno de los postulados oceanopolíticos más importantes, parte del diagnóstico histórico y afirma que a lo largo de los casi veinte siglos de Historia occidental, ha existido un centro de gravedad oceánico, consistente en un determinado mar u océano en torno al cual se han articulado los poderes, economías, imperios y Estados dominantes en cada período.
Según ésta concepción, desde la Antigüedad clásica y hasta el siglo XV, el centro marítimo del mundo habría estado en el mar Mediterraneo, y a partir del descubrimiento de América y de la apertura de nuevas rutas marítimas coloniales de conquista y comercio, dicho centro se habría desplazado gradualmente al océano Atlántico.
Esta centralidad marítima del Atlántico se habría reforzado con la hegemonía británica durante el siglo XIX y con el predominio naval de los Estados Unidos durante el siglo XX.
Un corolario natural de ésta teoría afirma que, como consecuencia de los crecientes intercambios entre las potencias mayores del Pacífico, el siglo XXI se presentaría como la época en que dicho océano se convertirá en el centro de gravedad marítima del mundo.
Es necesario subrayar a este respecto, que a pocos años del inicio del siglo XXI, el océano Atlántico continúa manteniendo las rutas marítimas estratégicas que unen a EE.UU. con Europa occidental, y a ésta con Japón, muy en especial aquellas que aseguran los suministros energéticos principales desde el Medio Oriente y el Golfo Pérsico.
Al mismo tiempo, las alianzas políticas y estratégicas fundamentales que unen a los EE.UU. y Norteamérica con Europa occidental, continúan sustentándose en una doctrina estratégica y militar atlántica, basada en intereses políticos y de seguridad comunes y compartidos.
Puede afirmarse, en consecuencia, que mientras persistan éstos hechos de relevancia fundamental y dominante, el Atlántico continuará siendo un centro marítimo de importancia mundial.
A su vez, para que el Pacífico se convierta en el océano principal del sistema- planeta sería necesario que se configure en torno a él, una comunidad política, económica y estratégica basada en amplios intereses y objetivos comunes y compartidos, diseño que integre los distintos grupos de naciones y Estados, con su enorme diversidad cultural e histórica. Eso está aún lejos de ocurrir, no obstante que ya se han perfilado algunos esfuerzos de cooperación e integración.
A partir del actual juego dinámico de las potencias globales y de los principales Estados- pivotes presentes en torno al Pacífico, es posible prever que en un futuro previsible en la primera mitad del siglo XXI, los roles dominantes todavía estarán repartidos entre Japón, China Popular, Estados Unidos y Rusia, como actores fundamentales, mientras que Australia, Nueva Zelandia y otras naciones asiáticas y latinoamericanas pugnarán crecientemente por intervenir en la escena marítima y política de la región.
Además, esta interpretación de la geografía política de los mares, debe situarse en una perspectiva teórica mayor, que propone una visión distinta de los océanos y continentes en su relación dinámica. La Oceanopolítica funda también sus orígenes intelectuales, en un cierto análisis geográfico del planeta, que postula que éste presenta una desigualdad básica entre un Hemisferio Norte dominado por grandes masas continentales, y un Hemisferio Sur dominado por las grandes masas oceánicas.
Analizemos ésta teoría. La desigual distribución de continentes y océanos resulta de una simple constatación física, a la que debe agregarse el hecho de que más del 60% de la superficie total del globo terráqueo está cubierta por mares y océanos. Ahora bien, ¿qué significado tiene el predominio oceánico del Hemisferio Sur? ¿qué consecuencias podrían deducirse de éste factor geo-morfológico?
En este punto, hay que despejar de inmediato toda inclinación determinista. El predominio cuantitativo de las masas oceánicas respecto de los continentes en el Hemisferio sur del mundo, no implica necesariamente ningún destino marítimo manifiesto, ni supone automáticamente la potencia marítima de los Estados costeros.
En efecto, la sola constatación de la distribución histórica de las hegemonías marítimas desde el siglo XV en adelante, pone de manifiesto un hecho básico, según el cual la totalidad de las potencias marítimas y navales que han ejercido un predominio a escala regional o mundial, se encuentran ubicadas en el Hemisferio Norte del planeta: Venecia, el Imperio Otomano, la Liga Hanseática, Portugal, las Provincias Unidas, Francia, España, Inglaterra (en Europa), o la China continental (en el Extremo oriente), Rusia, la URSS o los Estados Unidos en Norteamérica.
La sola posición marítima de un Estado, (que en términos oceanopolíticos definimos como la posición oceanopolítica relativa) no constituye una condición suficiente para crear la potencia marítima o naval, y ello es particularmente evidente en el caso de las naciones ubicadas en el Hemisferio sur del mundo, puesto que la potencia marítima y naval constituye el resultado histórico de un largo proceso en el tiempo, durante el cual confluyen diversos factores políticos, culturales, económicos y estratégicos.
Realismo y Estrategia
durante el período de la Guerra Fría
(1945-1990)
Al término de la II Guerra Mundial, quedó en evidencia que la derrota del imperio nazi de Hitler, se debió a una combinación realista de la estrategia militar, aero-naval y aero-terrestre de D. Eisenhower, la estrategia terrestre masiva del mariscal G. Schukov y la fluidez estratégica en tierra y en el aire del general Montgomery.
La síntesis lograda por la coalición aliada, entre 1939 y 1945, de potencia militar blindada y artillada, amplio control de los mares y océanos y dominio estratégico del aire, no cristalizó después de 1945 en formas políticas de hegemonía conjunta, sino que dieron paso a una nueva forma de confrontación: el conflicto ideológico, político y militar entre la URSS y Estados Unidos.
Se puede afirmar que el fenómeno estratégico e internacional más relevante de la segunda mitad del siglo XX, ha sido la bi-polaridad Este-Oeste, que opuso a Estados Unidos y la Unión Soviética. Se trataba de un ordenamiento global particularmente previsible, en el que detrás de las dos potencias globales dominantes, se fueron formando dos campos políticos y estratégicos opuestos, al interior de los cuales debían alinearse todos los demás Estados, naciones, movimientos y fuerzas.
El campo occidental, dirigido por los Estados Unidos y articulado en torno a un conjunto de regímenes de seguridad y de alianzas estratégicas (tales como la OTAN, el ASEAN, el Pacto de Río de Janeiro, etc.), trataba de mantener la hegemonía económica, política y cultural de la potencia dominante, desarrollando relaciones de dependencia económica y tecnológica.
A su vez, el campo oriental o socialista, dirigido por la Unión Soviética y articulado en torno al Pacto de Varsovia, trataba de mantener la hegemonía económica, política y cultural de la potencia dominante, desarrollando relaciones de dependencia ideológica, estratégica y económica.
En una amplia perspectiva histórica de los años de guerra fría, puede constatarse que la Unión Soviética aplicó una política estratégica fuertemente realista en la esfera internacional. Sobre todo a partir de la Crisis de los Misiles (1962), N. Khroutchev (1953-1964) y en particular L. Breshnev (1964-1982) aplicaron una política de corte pragmático, orientada a no llevar ni escalar el conflicto bipolar, hasta el extremo riesgoso de la guerra nuclear con Estados Unidos, pero de ejercer suficiente presión política y estratégica como sea posible, en el Tercer Mundo, y especialmente en aquellas nuevas naciones dependientes, que deseaban alcanzar un mayor protagonismo político y un mejor nivel de desarrollo.
Para materializar esta visión estratégica, la URSS creó en torno suyo un verdadero glacis de seguridad con una serie de Estados-pivotes aliados en un pacto estratégico-militar (el Pacto de Varsovia) y encargados de impedir y frenar un ataque occidental directo sobre territorio soviético (Polonia, Checoeslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria) y un amplio sistema de bases e instalaciones militares de ultramar (Yemen. Vietnam, Cuba, Etiopía, Angola, Libia), que le permitieran extender el alcance de su presencia naval y marítima en el mundo.
La Política Estratégica general aplicada por la Unión Soviética, desde Stalin hasta Breshnev, obedeció al principio del imperio asediado. La retórica diplomática, política e ideológica de la URSS siempre se orientó a presentarse como un Estado socialista que se encontraba permanentemente amenazado por diversas formas de agresión, provenientes del campo occidental. Cuando ésta línea estratégica no fue aplicada, se encontraron con la política de contención de los Estados Unidos, o fueron derrotados abiertamente como en Afganistán.
Los pensadores estratégicos soviéticos más relevantes fueron el Mariscal G. Schukov, vencedor en la II Guerra Mundial y autor de unas Memorias en 1961, en las que destaca la importancia de la estrategia de cerco con blindados en la batalla terrestre; los Mariscales G. Talenskii y A.K. Slobodenko, y en particular el Mariscal V.D. Sokolovskii quién en su obra Voennaia Strategiia de 1962, subrayó la puesta a punto de una doctrina soviética de la disuasión basada en la defensa estratégica terrestre.
Posteriormente se destacan el Mariscal A.A. Grechko quién en 1975 publicó su texto Las Fuerzas Armadas del Estado soviético, y el Almirante S. Gorschkov (1910-1988), quién con su obra La potencia marítima del Estado,(1976) sentó las bases de la estrategia marítima y naval soviética.
Un problema pendiente es el de la superioridad estratégica que se suponía alcanzaría o estaba alcanzando la URSS en la carrera nuclear con Estados Unidos. La información hoy disponible (con la apertura de los archivos soviéticos de inteligencia), permite afirmar que entre 1945 y 1990 nunca la Unión soviética logró la superioridad estratégica en armamentos con los EE.UU. y en muchos aspectos ni siquiera la paridad. Y ésta podría ser una de las razones de fondo del realismo estratégico mostrado.
El derrumbe final del sistema soviético, sin embargo, se debió menos a la presión política y tecnológica ejercida por EE.UU. (carrera espacial, Guerra de las Galaxias, misiles intercontinentales, sistemas satelitales y redes informáticas), que a la crisis ideológica y política interna, en la que las sociedades civiles gobernadas por regímenes comunistas, presionaron por más libertad y más democracia. El sistema imperial soviético, se fue desagregando lentamente, primero en el plano ideológico y después en el plano político, es decir en definitiva, hizo crisis e implosión desde adentro.
En síntesis, la representación soviética de la guerra fue un enfoque pragmático de la invasión como principal herramienta estratégica para apoderarse del territorio enemigo, mediante el copamiento y el aplastamiento de sus capacidades ofensivas y defensivas, a partir de una santuarización militar y política del imperio soviético.
La lógica que presidió el sistema bipolar fue la de evitar la guerra o la confrontación directa entre las potencias globales (lo que habría conducido a una guerra nuclear, con un resultado de aniquilamiento masivo y planetario, inaceptable para ambos contendores), y de derivar el conflicto hacia las naciones del Tercer Mundo, de manera que la mayor parte de las conflagraciones (internas e internacionales) de la época de la Guerra Fría, fueron guerras por procuración: cada bando, grupo armado o Estado en conflicto, era más o menos apoyado por cada una de las potencias dominantes, según la importancia de la encrucijada.
De este modo, las guerras de la Guerra Fría fueron siempre guerras ideológicas o con un fuerte contenido político, aunque sus causas de fondo hayan sido étnicas, geopolíticas, religiosas o económicas. La bipolaridad Este-Oeste, fue, por ejemplo, el telón de fondo del fin de los imperios coloniales en Asia, Africa y Oceanía, del fortalecimiento de los nacionalismos y fundamentalismos árabes, y del conflicto entre la URSS y China Popular por la hegemonía ideológica en el campo socialista.
La política estratégica de los Estados Unidos durante casi medio siglo (1945-1990) se orientó a mantener su hegemonía imperial en el mundo, creando a su vez, un vasto sistema de alianzas políticas y estratégicas, de Estados-pivotes (Turquía, Iran, Pakistán, Israel, Arabia Saudita, Australia, Sudáfrica…), y de numerosas bases militares capaces de rodear todo el territorio de la Unión Soviética con un muro de contención, y una amplia red de relaciones comerciales, tecnológicas y financieras –mediante empresas, bolsas de comercio y bancos- que permitieran asegurar los suministros y flujos económicos y energéticos estables entre el centro y la periferia.
El pensamiento estratégico estadounidense y occidental de la Guerra Fría, estuvo dominado por autores como B. Brodie y el General Maxwell Taylor, con su obra The Uncertain Trumpet de 1961. Desde el punto de vista de la conducción estratégica de la guerra, pensadores y políticos como Robert McNamara, que propiciaba la proliferación de blancos y la gestión de las crisis, en su texto The Essence of Security, (1968), o Thomas Schelling, a través de su obra La estrategia del conflicto, son quienes mejor contribuyeron a formular la teoría de la respuesta flexible o graduada, dominante en el pensamiento estratégico occidental de los años sesenta y setenta.
Simultáneamente, la OTAN desarrolló un pensamiento estratégico, en el que las elaboraciones más relevantes fueron El Informe Harmel (1967) sobre la estrategia de la respuesta graduada, la Declaración de Washington sobre las relaciones Este-Oeste (1984) y el Nuevo concepto estratégico de la Alianza de 1991.
Durante la década de los sesenta, emergen dos nuevas formulaciones doctrinales estadounidenses: la doctrina del Assured Destruction-Damage Limitation orientada a precisar en el plano nuclear las implicancias militares de la doctrina de la respuesta flexible (y propuesta por McNamara en 1965); y la ideología de la seguridad nacional, destinada a servir de justificativo político a una nueva etapa de intervencionismo militar y de militarismo en el Tercer Mundo.
La doctrina americana del MAD /Mutual Assured Destruction constituye el punto culminante del pensamiento estratégico occidental en los años setenta. En 1967y 1968, R. McNamara la cristaliza en su texto The Essence of Security, al afirmar que “…a partir de ahora, la destrucción asegurada es la verdadera esencia de todo el concepto de disuasión”, en la medida en que supone la capacidad para asestar un segundo golpe nuclear estratégico al adversario. A su vez, Thomas Schelling propone su obra Controlled response and strategic warfare, (1965), en la que postula que la respuesta americana en cualquier región del mundo a las variadas formas de agresión percibidas desde la URSS, deben evitar ser “demasiado grandes” para que puedan seguir siendo creible, lo que fue desoído en Vietnam.
En este mismo período, o sea, en los años setenta, Henry Kissinger aporta una visión profundamente realista y pragmática de la política internacional, con su teoría del dominó y un elaborado concepto de la guerra limitada para enfrentar la amenaza soviética, y para pensar una capacidad de realizar la guerra nuclear en caso que la disuasión fracase.
El realismo estratégico de EE.UU., en este punto de su evolución histórica, parece reducirse a una contabilidad cuasi-matemática de cabezas nucleares disponibles, para afirmar la superioridad estratégica sobre el enemigo principal.
Sin lugar a dudas, y a la luz de la información actual disponible, los Estados Unidos siempre mantuvieron una ventaja considerable en la esfera de los armamentos estratégicos, como consecuencia de la superioridad tecnológica alcanzada, especialmente a partir de la década de los setenta.
En numerosos momentos de la confrontación Este-Oeste, los Estados Unidos ejercieron un rol de gendarme imperial en el Tercer Mundo, desestabilizando y reemplazando gobiernos poco proclives, por dictaduras civiles y militares aliadas, de manera de garantizarse su propia hegemonía regional y mundial, así como los suministros energéticos que requería su economía.
Finalmente, la derrota americana en Vietnam produce una prolongada crisis en el pensamiento estratégico estadounidense, de la que se recuperan solamente con la doctrina reaganiana de la disuasión discriminada, que proponen F. Iklé y A. Wohlstetter en Discriminate Deterrence en 1988, que contiene –entre otros elementos- la llamada doctrina del conflicto de baja intensidad, mediante la que se pretende enfrentar los nuevos desafíos del narcotráfico, las mafias internacionales, las guerrillas internas, las guerras locales y el terrorismo fundamentalista, y con su concepto de la Iniciativa de Defensa Estratégica que postulaba llevar la disuasión y la guerra nuclear al espacio extraterrestre.
Con este enfoque, el pensamiento estratégico estadounidense deviene pluridimensional, hace depender el cálculo estratégico de la diversidad y calidad tecnológica de los arsenales disponibles, y refleja la disposición política de Estados Unidos de intervenir militarmente en cualquier punto del globo donde su propia Diplomacia y Estrategia lo aconsejen, y donde se perciban sus intereses nacionales afectados.
En síntesis, la representación estadounidense de la guerra es un enfoque pragmático de la saturación del teatro enemigo, mediante el peso imponente y decisivo de una tecnología sofisticada masivamente utilizada, y que supone el control de los mares y océanos y el dominio estratégico del aire, el espacio y las comunicaciones, a partir de la santuarización nuclear del territorio de los Estados Unidos y de Europa occidental.
Al final del período de la Guerra Fría, ambas potencias tuvieron que experimentar costosas derrotas en guerras llevadas a cabo con tropas de intervención propias en territorios ajenos.
La derrota militar de Estados Unidos en Vietnam (1965-1975) fue un golpe psicológico y político muy duro, del que se recuperaron sólo diez años después; mientras que el desastre y retirada militar de la Unión Soviética en Afganistán (1979-1989) constituyó un factor coadyuvante de consideración, en el derrumbe socio-político, ideológico y militar del sistema soviético.
La doctrina político-estratégica que predominó entre las grandes potencias en el período 1945-1990 fue la disuasión clásica y la disuasión nuclear. Como se sabe, el principio de la disuasión ha sido considerado tan antiguo como la propia historia de la Humanidad, pero sólo ha cristalizado doctrinalmente durante el siglo XX, y consiste esencialmente en la noción que supone disuadir al oponente de ejecutar una acción hostil, mediante la amenaza creíble y la certeza previsible de una respuesta más destructiva, y por ello inaceptable.
La gran interrogante es la de determinar en qué medida la disuasión clásica podrá responder a las exigencias e incertidumbres del período posterior a la guerra fría.
Estrategia y relaciones internacionales
en el orden de la post-guerra fría
Numerosos autores realistas, afirman que con la crisis final del orden bi-polar predominante hasta 1990, ha entrado también en crisis la noción tradicional de disuasión, ya que no sólo se han multiplicado los focos y causas de conflicto, sino que el poderío nuclear estratégico resultaría políticamente inviable, para resolver tantos conflictos diversos y localizados.
En efecto, el conjunto del edificio intelectual y político edificado en torno a la disuasión clásica, ha quedado profundamente cuestionado, desde el momento en que con la implosión del sistema soviético y de toda la bipolaridad, la disuasión parece ser cada vez menos eficaz para resolver los problemas estratégicos ocasionados por la multipolaridad y sobre todo por la imprevisibilidad del escenario internacional.
El año 1989 y el derrumbe de la Unión Soviética constituyó uno de los fenómenos mayores en las Relaciones Internacionales, hasta el punto que diversos autores han señalado que en dicha coyuntura concluyó el siglo XX.
A partir del quiebre del sistema de la bipolaridad Este-Oeste, el escenario internacional de fines de la década de los noventa y desde el punto de vista estratégico, ha entrado en una prolongada zona de incertidumbre y de imprevisibilidad.
El mundo de fines del siglo XX y de principios del siglo XXI es menos previsible y más incierto que lo era durante el período de la Guerra Fría, en razón de una complejización y multiplicación de las causas de los conflictos, del hecho que muchos conflictos de dicho período quedaron pendientes y de la ausencia de un orden internacional seguro y capaz de regular el conjunto del sistema-planeta.
No solamente han desaparecido las motivaciones ideológicas que fundamentaban los conflictos del actual siglo XX, sino que –como se explica en otro capítulo- se han complejizado las causas que originan las guerras.
Las guerras y conflictos abiertos más relevantes que han sucedido en el mundo, desde 1989 hasta el presente, se sitúan precisamente en ésta óptica de complejización y multiplicación de sus causas originarias.
Por ejemplo, los conflictos pendientes en el Medio Oriente (Israel frente al Líbano, fundamentalismos islámicos, Israel y el pueblo palestino, Irak frente a la comunidad internacional), han continuado suscitando guerras y enfrentamientos, sobre la base de motivaciones geopolíticas, étnicas y religiosas. Tal es el caso también, de la guerra civil en la exYugoeslavia (1993-1999), y de los conflictos civiles internos de Irlanda del Norte, Córcega, España y Norte de Italia.
La pervivencia de diferendos fronterizos entre diversos Estados en el mundo, en Asia, en el continente africano y en América Latina, permite comprender que durante el período de la Guerra Fría, se mantuvieron latentes pero obedecían a motivaciones geopolíticas y de intereses nacionales, que la oposición ideológica anterior no logró superar.
Resulta particularmente significativo observar que los dos Estados victoriosos de la II Guerra Mundial, sin embargo, han sido alcanzados por las dos potencias vencidas: Japón y Alemania, cuyas esferas de influencia económica y tecnológica, abarcan el continente europeo y toda la región del Asia- Pacífico.
[1]
Hobbes, T.: Leviatán. (II). Barcelona, 1997. Edit. Altaya, p. 522.
[2]
Howard, M.: La guerre dans l’Histoire de l’Occident. Paris, 1988. Ed. Fayard, pp. 47 y 55
[3]
Cardwell, D.: The Fontana History of Technology. London, 1994. Fontana Press, pp. 78-79.